Cada día subía al mismo tranvía.
Viendo caras distintas, pero siempre reconocía la suya sin importar la multitud de gente.
Era capaz de mirarla como mira a la luna cada noche, buscando el valor para acercarse y decirle todo lo que le produce su presencia en tan solo catorce minutos que dura el trayecto.
Catorce minutos, que cada mañana, le dan la vida y también se la quitan.