Rapunzel en las lunas de Júpiter

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Había una vez un matrimonio que habitaba en una pequeña granja en la luna Europa, una de las cuatro lunas jovianas que descubrió Galileo. Ellos deseaban desde hacía mucho tiempo tener un hijo, pero esto no era posible debido a las altas dosis de radiación que la colonia había padecido durante sus primeros años.

Por fin un día, el gobernador de la luna les autorizó el permiso, sólo si pasaban el examen genético para evitar mutaciones. El matrimonio asistió puntual a la cita, el examen fue sencillo y al día siguiente ya tenían la respuesta. Su permiso fue denegado.

La esposa cayó en una profunda depresión. Pronto dejó de trabajar en sus cultivos y se quedaba todo el día en su alcoba. Allí había una ventana pequeña, cuya vista daba a un hermoso huerto, en el cual se encontraban toda clase de flores y legumbres. Pero el lugar se hallaba rodeado de un campo de fuerza para conservar el aire en la tenue atmósfera; y nadie se atrevía a entrar dentro, porque pertenecía a una científica muy poderosa y temida de todos.

Un día, estaba la mujer a la ventana mirando al huerto en el cual vio un cuadro plantado de melones, y le parecieron tan grandes y tan frescos, se lo comentó al marido. Las primeras palabras alegres que había hecho en meses. Creció su antojo de día en día y comenzó a empeorar, hasta ponerse pálida y enfermiza. Se asustó el marido y le preguntó.:

—¿Qué tienes, querida esposa?

—¡Oh! le contestó, si no puedo comer melones de los que hay detrás de nuestra casa, me moriré de seguro.

El marido que la quería mucho, pensó para sí.

—Antes de consentir en que muera mi mujer, le traeré un melón, y sea lo que Dios quiera.

Al anochecer saltó las paredes del huerto de la científica, armado de un disruptor de energía para el campo de fuerza. Tomó en un momento un melón y se lo llevó a su mujer, que hizo enseguida una ensalada y se lo comió con el mayor apetito. Pero le supo tan bien, tan bien, que al día siguiente tenía muchas más ganas todavía de volverlo a comer, no podía tener descanso si su marido no iba otra vez al huerto. Fue por lo tanto al anochecer, pero se asustó mucho, porque estaba en él la científica.

—¿Cómo te atreves —le dijo encolerizada—, a venir a mi huerto y a robarme mis melones como un ladrón? ¿No sabes que puede venirte una terrible desgracia?

—¡Ah! —le contestó—, perdonad mi atrevimiento, pues lo he hecho por necesidad. Mi mujer ha visto vuestros melones desde la ventana, han sido las primeras cosas alegres que ha sentido desde que rechazaron nuestro permiso para tener hijos.

La científica le dijo entonces deponiendo su enojo.

—Si es así como dices, toma cuantos melones quieras, pero con una condición. Traerás a tu mujer y dejarás que experimente con ella. Pronto quedará embarazada. Pero tienes que entregarme el hijo que dé a luz tu mujer. Nada le faltará, y le cuidaré como si fuera su madre.

El marido se comprometió con pena. Pasaron los meses y en cuanto dio a luz le presentó a su hija a la científica, que puso a la niña el nombre de Rapunzel y se la llevó.

Rapunzel era la criatura más hermosa que ha habido bajo Júpiter. Así, la científica comprobó que sus melones genéticamente alterados habían cumplido su función inicial. La de crear un ser adaptado a la vida en Europa.

Pero había un efecto especial que ella había incorporado en la niña. Su cabello crecía a una velocidad prodigiosa. Un metro de cabellos rubios crecían en su cabeza por día. La niña debía mantener su cabello lo suficientemente corto para poder moverse. Sin mencionar, encontrar la suficiente cantidad de comida para mantenerla viva con tal requerimiento de energía.

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