Prólogo

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Nuevamente, esos pasos resonaron por las interminables calles de Chicago. Simplemente resonaban... No podía decirse que estos iban rápidos, lentos, tambaleándose o con un ritmo en específico.

Rey caminaba entre el frío de un noche helada de otoño. A veces pisaba charcos pequeños que manchaban sus zapatos de trabajo, pero, ¿eso importaba acaso? Había acabado su turno por hoy, y su paga estaba casi completa. Las medias de red trepaban por sus muslos, hasta sujetarse a un liguero azul. Su cuerpo, con lencería erótica femenina, estaba únicamente cubierto por su gabardina hasta las rodillas. Los tacones ya no los sentía por el frío. Había dejado de sentir el cuerpo hacía un par de cuadras atrás.

Ya no sentía impaciencia, o dolor, o frío. Sólo caminaba. Si quiera sabía cuándo había comenzado todo esto. No recordaba el momento exacto de su vida en el que todo se fue a la mierda...

Y entonces, ahí estaba. El recuerdo.

Hizo la imagen a un lado, y esta vez apuró los pasos que le quedaban hasta su departamento. El frío tenía sus huesos calados, y los labios azules. El cabello, rubio y largo, rebotaba en su espalda con cada paso que daba.

Sintió hambre, así que encendió otro cigarrillo. No tenía tiempo para comer, menos sabiendo que su cocina estaba desprovista de alimentos.

A los cinco minutos, llegó, y sólo entró. Estaba frío como cada noche. Miró un viejo y barato reloj de mesa que marcaban las 6.45, y suspiró. La noche era cada vez más corta, y ella cada vez más destruida. No tomó su típico baño, y sólo se recostó en unas sábanas heladas, esperando que se calentaran con su cuerpo, a pesar de que ella misma estaba con una bajísima temperatura corporal. Temblaba. Sólo se había deshecho de sus zapatos.

Cerró sus ojos, y entonces se encontró con la misma pesadilla una vez más... Sin embargo, allí, al fondo del túnel de oscuridad, dolor, pasado y sufrimiento, asomaron dos luces... Dos luceros grandes, brillantes y hermosos, con el tono de verde más precioso que pudiera haber.


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