Capítulo XIII

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Ella había ardido de fiebre durante los más de treinta minutos que estuvo hundido en su interior. Sus lágrimas habían salpicado las sábanas, su gozo le había impregnado la piel como un veneno que ahora no se podía quitar, y sus gritos habían horadado las paredes.

La liberación había llegado con un torrente de alivio, ella se había apretado en torno a él con la fuerza de un puño; había estado a punto de estrangularlo con aquel orgasmo. Al borde del desmayo, había postergado el orgasmo todo lo que daba de sí su resistencia, y la bestia había quedado por fin saciada.

Los dos tendrían, al menos, una semana de tranquilidad antes de que la maldición volviera a reclamar a su mujer.

Blanche dormía, satisfecha y exhausta. La había dejado desnuda en la cama, sin molestarse en cubrirla, tal cual había caído después del orgasmo.

No era imbécil, sabía que había pasado la noche fuera, podía oler el aroma de otro hombre grabado en su cuerpo. Las marcas que ella tenía sobre la piel solo eran otra prueba más de lo que había hecho. El roce de unas caricias aquí, una boca allá, unos dientes, unas palmas, unos dedos.

Olía a sexo desenfrenado y tenía todo el aspecto de haber follado brutal y salvajemente. Probablemente, ese hombre la había mantenido despierta toda la noche, ahogándola en placeres nuevos y excitantes, empujándola hacia un orgasmo tras otro, hasta hacerla enloquecer.

Pero la bestia era caprichosa, la bestia solo le deseaba a él y no al lobo, así que todo ese sexo que ella había disfrutado con Wolf no había servido para aplacar la lujuria. De hecho, tenía la amarga sensación de que solo había empeorado la situación.

Cuánto más deseaba una, ella deseaba el doble.

Se quitó la toalla de las caderas y la dejó caer al suelo mientras abría el armario. Todavía estaba mojado tras la ducha pero no importaba, se puso un pantalón deportivo, una sudadera, las zapatillas, y salió de su casa, no sin antes cubrir el cuerpo de su mujer para que no despertara con frío. Cuando llegó a la calle, hizo unos estiramientos y echó a correr en dirección al parque.

Tenía que hablar con Blanche sobre lo que estaba pasando o alguno de los dos acabaría volviéndose loco. Y sabía que el primero iba a ser él. No podía pasar diez horas diarias en quirófano, salvando gente y recomponiendo miembros, mantener un nivel de vida aceptable para que su esposa estuviera acomodada y segura, y además mantener la maldición bajo control.

Sí, los primeros años habían sido difíciles, pero se había acostumbrado al estrés y podía con todo. Era joven, estaba en forma, sano como un roble. Llegó un momento en la vida de ambos en que la maldición parecía haberse esfumado, justo después de su segundo año de casados. Blanche estaba bien, estaba feliz, y él se permitió tomar un merecido descanso en sus labores de esposo. Había sido un error, la infelicidad de Blanche subió cómo la espuma y la bestia regresó. Y ahora le daba por aparecer en cualquier momento, cuando menos lo esperaban. Acababa tan agotado que, muy a su pesar, se veía en la tesitura de ignorar deliberadamente a su mujer.

Aquello no sería una puta mierda sí Blanche recordara las cosas.

Cuando despertara, ella solo recordaría la noche que había pasado con el lobo. No recordaría el deseo que los había sobrecogido a los dos hacía apenas media hora, mientras hacían el amor, mientras él aliviaba su ardor y ella le arañaba la espalda atrapada en una abrasiva espiral de placer.

Sería genial si ella pudiera recordar todas las veces que Robert había aplacado a su bestia. Todo sería maravilloso porque ella no estaría triste, sino bien follada por su marido, como correspondía. Y él no tendría que sentirse dolido porque hubiera buscado en brazos de otro lo que él no le daba cuando estaba consciente.

El señor Wolf y la señorita Moon ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora