Prólogo.

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—Hay dos cosas en la vida de las que un hombre nunca se harta —me decía mi madre—: Un buen plato de comida y un buen abrazo.

Y con lo del abrazo se refería al sexo, claro. Pero como ella no había usado nunca esa palabra así tal cual, no estaba dispuesta a empezar a usarla delante de todo el mundo, mucho menos en la escalinata de la Iglesia Baptista de Chulahatchie el día de mi boda con Chase Haley.

Aunque resultara irónico, fue la combinación de buenos platos de comida sureña y buenos abrazos lo que hizo que mi padre no pudiera llevarme al altar aquella soleada mañana de junio. Cuatro años antes, la misma noche de la fiesta de fin de curso, mientras yo degustaba un trocito de la fruta prohibida en la parte trasera del coche de Juice McPherson, mi padre sufrió un infarto en el salón de casa, más concretamente en la alfombra azul trenzada que hizo mi madre.

Mi padre era un hombre grande, alto, corpulento y rollizo gracias a la buena dieta que mi madre le había ofrecido durante años: pollo frito con patatas, galletas, pan de maíz, estofado de alubias con carne de cerdo, gombo frito, tomates verdes fritos y calabacín frito. Mi madre siempre ha sido una mujer menudita, baja y delgada como un pajarillo, sin apenas carne en los huesos.

Me imagino (y digo «imagino» porque nunca me lo confirmó ni lo haría jamás de los jamases) que le costaría bastante salir de debajo de mi padre aquella noche en cuestión. Y después tendría que ponerle la ropa (todo un reto teniendo en cuenta lo grande que era mi padre), subir las persianas y quitar la sábana con la que solía cubrir la puerta de cristal del salón. Entre unas cosas y otras, cuando por fin acabó de adecentarlo y de adecentarse para llamar a urgencias, mi padre se había ido.

Los sanitarios del servicio de urgencias conocían a mis padres de toda la vida. Habían aprendido todo lo que había que saber sobre la vida de Jesús en la catequesis dominical que impartía mi madre, y también habían aprendido a lanzar una pelota de béisbol en el equipo del que mi padre era entrenador. Así que omitieron el detalle de que mi padre tenía la camisa mal abrochada y de que no llevaba calzoncillos.

Sabían lo que era la discreción. Y lo hicieron por respeto. Pero yo me imaginé la escena. Perfectamente.

Así que me casé con Chase Haley sin que mi padre me llevara al altar. Y ahora, treinta años después, mamá también me ha dejado, y la mayoría de la gente de Chulahatchie con la que crecí también ha enterrado a sus padres y ha casado a sus hijos.

Las cosas cambian. Pero hay una verdad que me dijo mi madre que se mantiene inalterable: por mucho que envejezca un hombre, siempre querrá un buen plato de comida y un buen abrazo.

El plato de comida es mi especialidad. Y sospecho que el buen abrazo se lo dan a Chase en otro sitio...


El café de los corazónes rotos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora