Capítulo 3.

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Deberían descuartizar y asar a la parrilla a quien inventó estos rituales para los muertos —me dijo mi madre después de que mi padre muriera.

Tenía razón. Todo el asunto parecía una salvajada, algo surrealista. En cuanto se corrió la voz de que Chase había muerto, todo el pueblo se detuvo en seco, como si alguien hubiera accionado el freno de emergencia de un tren de mercancías.

La gente empezó a ir a la casa, llevándome estofados de atún, macarrones, queso y tartas de manzana caseras, pollo frito, brownies de chocolate, galletitas de mantequilla de cacahuete y enormes cacerolas llenas de cerdo asado.

Las mujeres se apiñaron en la cocina como gallinas cluecas alrededor del grano, atusándose las plumas en su intento por ser las reinas del corral. Los hombres se arrellanaron en el salón, sudando la gota gorda por culpa de los trajes que no solían ponerse y sosteniendo los platos de comida sobre las rodillas mientras comían, compartían anécdotas sobre Chase y soltaban alguna que otra carcajada, hasta que me veían en el vano de la puerta.

Mi ansia de comida había pasado ya. De hecho, vomité todo lo que comí la noche que murió Chase y no había probado bocado desde entonces.

—Vamos, cariño, tienes que comer algo —me insistió Rita Yearwood al tiempo que me colocaba un plato de pollo frito con pan de maíz en las manos.

Odiaba el pan de maíz de Rita. No entendía cómo era capaz de estropear una receta tan sencilla, pero sabía igual que el polen amarillo que desprendían los magnolios en verano. Y también tenía pinta de polen, porque estaba arenoso y sin cuerpo.

DiDi Sturgis andaba cerca con expresión sombría. No abría la boca, pero saltaba a la vista que se moría de ganas por ponerle las manos encima a mi pelo. Lo veía en sus ojos.

«Pobre Dell, no pude arreglarle el pelo, y ahora va su marido y se muere, y ella tiene que pasar por el entierro con esas pintas...»

Sin previo aviso, empezó a darme vueltas la cabeza y las paredes se me vinieron encima, como los sofocos y los ataques de ansiedad que solía tener cuando empecé a experimentar la menopausia. Aparté a Rita y corrí hacia el cuarto de baño. Seguía vomitando cuando Toni entró y cerró la puerta.

—¿Estás bien?

—Sí, genial. ¿No lo ves? —Cogí un poco de agua fría entre las manos y me enjuagué la boca—. ¿Por qué no me dejan tranquila?

—Porque la gente no deja tranquilos a los demás cuando alguien muere. Traen comida. Vienen de visita. Presentan sus respetos.

—¿Sus respetos? —Las palabras se me atascaron en la garganta—. Toda esa gente sabe lo que estaba haciendo

Chase. ¡Todos lo saben! Y todos fingen que no pasa nada, que todo es como debería ser, que soy una viuda doliente que perdió a su amante y fiel esposo...

—Mira, ¿por qué no te echas un rato y descansas? —me sugirió Toni—. Les diré a todos que se vayan a casa, que ya los verás esta tarde en el entierro.

—¿Y qué pasa con la comida?

Por supuesto, tenía que pensar en la comida. Y en todas esas mujeres metiendo mano en mi cocina.

—Ya me encargo yo. —Me colocó una mano en el hombro y chasqueó la lengua—. No tendrás que cocinar en meses.

—Suponiendo que quiera comerme el estofado de atún de DiDi —dije—. Sabe a pelo.

—Lo hace con lo que saca de la peluquería —explicó Toni—. ¿No lo sabías? Por eso nunca da la receta.

Las dos nos echamos a reír... esa risa histérica que no puedes contener.

—¡Su ingrediente secreto! —quise susurrar, aunque fue más bien un gritito.

Dobladas de la risa, nos apoyamos en el lavabo, abrazadas la una a la otra. Durante un par de minutos me volví a sentir como una adolescente y después, de repente, me asaltaron las lágrimas. No pude detenerlas, de la misma manera que no había podido detener las carcajadas. Unos sollozos desgarradores, que brotaban de mi alma y que salían a la luz en contra de mi voluntad.

—Vamos —murmuró Toni.

Me condujo al dormitorio y me ayudó a acostarme antes de quitarme los zapatos y taparme con la colcha que mi madre me hizo para el día de mi boda.

A través de la puerta entreabierta escuché murmullos y pasos.

—Se pondrá bien —le dijo Toni a alguien—, sólo necesita descansar un poco.

Acto seguido, cerró la puerta del dormitorio tras ella y me dejó a solas con mi dolor.

Los ataúdes abiertos, en mi opinión, son vulgares, de mal gusto y totalmente innecesarios, pero en un pueblecito como Chulahatchie, todo el mundo espera tener la oportunidad de ver al difunto y de demostrar su ignorancia con frases como: «¡Si está como siempre!»

Cuando yo muera, espero que alguien tenga el buen tino de incinerar mis restos y utilizar mis cenizas para abonar las azaleas. Lo último que quiero es que me expongan a los ojos de Dios y de todo el mundo con demasiado colorete y un rosa chillón en los labios.

Además, Chase no parecía estar como siempre. Parecía muerto.

En vida, mi marido era un hombre con muchas pasiones. Una buena comida y un buen abrazo eran dos de ellas, pero también le gustaban otras cosas, como contar historias, reírse, ver los partidos juveniles de fútbol americano y disfrutar de los pasteles de la feria del condado. Jugó de receptor abierto al principio y después fue atleta en la Universidad de Misisipí, y cuando nos casamos todavía conservaba esos duros músculos y esa sonrisa torcida tan maravillosa, con un hoyuelo a la derecha de la boca.

A lo largo de los años, los músculos se habían desinflado, pero mantuvo la sonrisa. Ese hombre era capaz de aflojarle las bragas a...

Bueno, a cualquiera. Eso había quedado más claro que el agua.

Y había muerto, lo habían metido en un ataúd de caoba y su cabeza descansaba sobre un cojín de satén color marfil, con un aspecto tan natural como el de una reproducción de cera del Madame Tussauds.

—Está muy bien vestido —me susurró DiDi Sturgis al oído—. Pero le iría bien un corte de pelo. —No dijo ni una palabra sobre mi corte de pelo. Aunque seguía teniendo esa mirada tan elocuente.

En ese momento, me costó la misma vida no reírme en su cara. DiDi no sabía lo que yo sabía. Nadie más lo sabía, salvo Toni. Era nuestro secretillo, una pequeña y dulce venganza: a Chase lo enterrarían con la ropa que llevaba puesta cuando murió. O, para ser más exactos, la ropa que se estaba quitando cuando murió.

La camisa azul de cuadros. Los chinos, lavados y planchados, con la trabilla trasera del cinturón cosida. Los calcetines azul marino de hilo y los mocasines de piel.

Hasta los calzoncillos negros de seda.

Si mi marido había muerto siéndome infiel, lo menos que podía hacer era avergonzarse de su ropa interior en la otra vida.



El café de los corazónes rotos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora