Capítulo 2.

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En un pueblo pequeño como Chulahatchie, todo el mundo se conoce, pero muy pocos se conocen de verdad. Algunos te sonríen y te saludan cuando te los cruzas por la calle, aunque nunca hayan pisado tu casa ni tú hayas estado en las suyas. Otros se sientan a tu lado durante los almuerzos informales en la iglesia o en los partidos de fútbol del instituto e intercambias recetas o quedas con ellos para tomar café. Luego están aquellos que vienen a tu casa a cenar los sábados por la noche o a ver un partido los domingos por la tarde. Y, por último, los pocos, poquísimos, que te invitan a las cenas familiares, a los cumpleaños y la comida del Día de Acción de Gracias.

Sin embargo, después de toda una vida, sólo hay una o dos personas a las que puedes llamar en plena noche cuando tu mundo se desmorona.

En mi caso, se trataba de Antoinette Champion.

Toni y yo éramos amigas desde el parvulario. Nos pusieron la ortodoncia la misma semana, fuimos al baile de graduación del instituto juntas con nuestras respectivas citas, nos emborrachamos por primera vez juntas y juramos no volver a probar el alcohol en la vida. Fuimos damas de honor la una de la otra en nuestras respectivas bodas y no teníamos secretos la una con la otra.

La noche que Chase murió, la llamé a las once y veinte, y cogió el teléfono al segundo tono.

—¡Por Dios, Dell! ¿Me estás diciendo que el imbécil del sheriff te lo ha soltado por teléfono? ¿No ha ido a tu casa?

—No —contesté—. Me ha llamado por teléfono y ya está.

—Ese hombre es idiota. ¿Qué te ha dicho?

—No lo recuerdo —respondí mientras intentaba aclarar los recuerdos—. Algo sobre una llamada a emergencias y que los sanitarios del servicio de urgencias encontraron a Chase en la cabaña del río y lo llevaron al hospital. Creo que me explicó algunos detalles, pero como si hubiera estado hablando con la pared. No sé nada, Toni. No sé.

—Estás en estado de shock—me aseguró ella—. ¿Qué vas a hacer?

En ese momento, estaba temblando de arriba abajo, con ese frío que parece salir de los mismos huesos. Respiré hondo e intenté detener la tiritona, intenté parecer fuerte al hablar.

—Voy a hacer lo que tengo que hacer —contesté—. Iré al hospital, hablaré con el médico, reclamaré el cuerpo y mañana por la mañana me pondré en contacto con la funeraria.

—No deberías estar sola. Nos vemos allí.

Por un instante, estuve tentada de decirle que no.

—Vale —acabé diciendo—. Gracias.

Toni ya estaba en la puerta de urgencias del hospital, fumándose un cigarro, cuando yo llegué. No sé cómo pudo llegar tan rápido. Yo sólo me paré a ponerme la ropa antes de salir corriendo de casa, y allí estaba ella, antes que yo, como siempre.

Aplastó la colilla con la zapatilla de deporte y me dio un abrazo.

—Lo siento muchísimo —susurró con la cara enterrada en mi pelo. Estaba llorando porque sentí sus lágrimas en el cuello y noté que se le quebraba la voz. Sin embargo, cuando me soltó, se limpió las mejillas y soltó una bocanada de aire—. ¿Estás bien?

—Sí. A ver si acabamos con esto rápido.

El médico de guardia en urgencias se parecía a Doogie Howser, el jovencísimo médico de la serie Un médico precoz. Era bajito, rubio y delgado. Llevaba su nombre bordado en el bolsillo de la bata: Dr. Latourneau.

—Usted no es de por aquí, ¿no? —le preguntó Toni. Le di un codazo en el costado para que cerrara la boca, pero no captó la indirecta—. ¿De verdad es médico?

El café de los corazónes rotos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora