No lloré durante el velatorio. Ni tampoco lloré durante el funeral. No lloré en el cementerio, cuando vi que Toni miraba hacia el lugar donde estaba la tumba de su hijo. Ni siquiera lloré esa noche, desvelada por el espectral silencio de un mundo sin los ronquidos de mi marido.
Lloré, qué cosas tiene la vida, en la oficina del banco de Chulahatchie el lunes por la mañana a las doce menos diez, precisamente cuando el pueblo entero hacía cola para ingresar la paga semanal que cobró el viernes.
Nunca me había gustado Marvin Beckstrom. En el colegio, era un niño raro y huraño, y con el paso del tiempo se había convertido en un hombre raro y huraño. Tal vez se debiera a todas las burlas que tuvo que soportar durante su infancia, no lo sé, pero los estudios no lo habían ayudado en nada y el hecho de convertirse en el director de la sucursal bancaria acabó por subírsele a la cabeza. Era bajo, escuálido y con aspecto de intelectual por culpa de las cicatrices que le había dejado el acné y de las enormes gafas de pasta que llevaba. Parecía un insecto alargado y de ojos grandes disfrazado con un traje hecho a medida.
A sus espaldas todos lo llamaban el Bicho, y ese era el apodo menos ofensivo de todos.
Tenía la costumbre de agitar las llaves que llevaba en el bolsillo, como si quisiera recordarle a la gente quién era el que estaba al mando, y la sonrisilla con la que miraba a todo el mundo decía bien claro que recordaba muy bien los insultos que había recibido en el instituto. Aquel que hubiera insultado a Marvin Beckstrom iba listo si quería que el banco le concediera un préstamo.
Mi cita estaba fijada para las once y cuarto. Me hizo esperar hasta las doce menos cuarto, porque le dio la gana. Me pasé media hora sentada al lado de la puerta de su despacho, retorciendo las manos en el regazo con la sensación de que estaba a punto de recibir un sermón de parte del director del instituto por haberme portado mal en clase. Entretanto, la gente que entraba y salía me miraba con gesto serio y alguno que otro me saludaba sin mirarme a los ojos.
Una vez llevado a cabo el ritual, nadie sabía qué hacer con la viuda más reciente del pueblo.
La puerta se abrió por fin.
—Pase, señora Haley —me dijo Marvin, invitándome a pasar a su santuario.
«¿Señora Haley?», pensé. Nos conocíamos desde que estábamos en el colegio y nunca me había hablado de usted.
—Supongo que tendré que llamarte señor Beckstrom y dejar el tuteo, ¿no? —solté—. ¿A qué viene tanta formalidad?
Él enarcó una ceja y me miró con una sonrisilla.
—Sólo intentaba ser profesional, Dell. Al fin y al cabo, éste es un momento difícil para todos. —Se inclinó sobre la pulida superficie de su escritorio—. ¿Cómo vamos?
El tono paternalista de la pregunta me puso los pelos como escarpias.
—En fin, tú verás —contesté sin intentar siquiera disimular el sarcasmo—, tengo cincuenta y un años, acabo de enterrar a mi marido y esta mañana me ha llamado tu secretaria diciéndome que tenía que venir urgentemente para hablar de mi situación económica. ¿Cómo crees que vamos?
Fue un error acorralarlo de esa forma, pero no pude evitarlo. Vi que me miraba con los ojos entrecerrados y que apretaba los dientes, y me recordó a un chihuahua enseñándole los dientes a un rottweiler. Después se reclinó en la silla y colocó una carpeta de color verde en el centro del escritorio.
—De acuerdo —dijo—. Formalidades aparte, la situación es la siguiente. Como ya sabrás, nuestro banco, Ahorros y Créditos de Chulahatchie, es el propietario de la hipoteca de tu casa...
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El café de los corazónes rotos.
RomanceBienvenido al Heartbreak Cafe. Ven por la comida. Quédate por amor. La madre de Dell Haley siempre decía que había dos cosas de las que un hombre nunca se hartaba: un buen plato y un buen abrazo. Dell es una artista en la cocina, por lo que lo prim...