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Las calles de la ciudad, a causa de un aguacero que acababa de caer, estaban poco concurridas aquel viernes de la primera semana del mes de enero del año 1900.
El cielo había en un azul límpido, y el sol, que iba a ocultarse, doraba con sus postreros rayos la fachada de la esplendida casa de la señora Micaela Burgos viuda fe Moreno.
Se oyo el rodar de un carruaje al penetrar en el portón de la casa, y un cochero, correcto y tieso, aunque sin guantes ni corbata blanca, dijo en voz alta a una sirvienta, que pasaba a la sazón:
- Ya esta aquí la señorita.
La sirvienta se dirigió hacia el carruaje del que bajo una joven cuya fisonomía no es fácil de olvidar: alta, delgada, nerviosa, blanca, con una blancura mate que la agitación del viaje había coloreado; frente mediana se artista; nariz correcta, boca bien delineada, de labios no muy delgados, contraídos, a veces, por una sonrisa que hubiera podido pasar por desdeñosa o de burla si, fijándose bien, no se adivinara que era de infinita tristeza; ojos negros, profundamente negros, soñadores, melancólicos, atrayentes, en el fondo de los cuales se veía el brillo de una inteligencia privilegiada; cabellos oscuros, sedosos, de un lustre se terciopelo y que, sueltos, debían caer le en ondas acariciándole las bien moldeadas espaldas. Todo en ella, desde su traje de tela fina, elegante y correcto, hasta sus zapatos negros, la hacia aparecer simpática, elegante, distinguida y de buen gusto. ¿Porque esta joven nacida y educada en la mejor clase social, se veía en la necesidad de ganarse la vida, sirviendo de institutriz? Por la infamia de un hombre.

Blanca OlmedoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora