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Provincia de Anjou, Francia.

Junio de 1995.

Justin Bieber rechinó los dientes y trató de no pensar en el ruido que hacían las ratas escurridizas que había en el suelo de su celda. Durante sus meses de cautiverio había aprendido a ignorar los sonidos de los rodeores, los gritos de dolor de los prisioneros e incluso las protestas de su estómago vacío. Pero lo que no podía ignorar era la tos constante de su hermano Geoffrey, que siempre lo despertaba.

Se acercó a Geoffrey y lo ayudó a incorporarse mientras el cuerpo del muchacho se convulsionaba por la tos, un cuerpo que cada día que pasaba se volvía más pálido y frágil. Cuando le daba una palmada en la espalda parecía como si la tos se calmara. Poco a poco, el chico comenzó a respirar con menos dificultad.

            -Ya pasó, Justin. Ahora estoy bien -Susurró su hermano apartándolo de sí.

Justin se acercó al cubo que acogía la poca agua que les quedaba y llenó una taza vieja hasta arriba. Sabía que no les duraría mucho, y al alzar la taza reconoció la humillación de su hermano en el ligero temblor de sus hombros cuando le aceptó la taza.

-¿Hay más? - Preguntó Geoffrey sin mirarlo a los ojos.

-Sí. Tendremos para al menos un día o dos más.

Justin sabía que el chico no tenía la fuerza sufiente para acercarse a comprobar él mismo el estado del cubo, así que se sintió a gusto con su mentira. ¿Para qué iba a preocupar a su hermano? Eso sólo serviría para debilitarlo todavía más. Justin lo arropó con la manta y lo ayudó a volver a tumbarse.

Se habían quedado sin monedas la noche anterior, y sabía que no conseguirían más ayuda de los guardias. Sólo echaban una mano cuando aparecía una moneda de oro en su palma, y el suministro de los Bieber se había terminado. Durante el tiempo que habían pasado en aquel lugar apartado de la mano de Dios, Justin había vendido todas sus posesiones, excepto el anillo de sello de su padre, para conseguir comida y agua en buenas cantidades para su hermano.

Se apartó de Geoffrey y acarició el anillo, que ahora le colgaba de una cadena al cuello. Aquello era todo lo que le quedaba de su padre...Su herencia...Su fortuna. Justin rió amargamente al pensar en lo bajo que había caído la antigua y poderosa familia Bieber. Y todo por culpa de los inútiles y arriesgados esfuerzos de su padre por apoyar al hombre equivocado.

Ricardo Corazón de Leon miró por suerte hacia otro lado cuendo heredó el trono de su padre, ignorando a la mayoría de los nobles que habían apoyado la lucha de Enrique contra sus hijos y su esposa. Un rey podía ser magnánimo en la victoria. Pero ahora que había sido liberado de su propia prisión y tenía que enfrentarse a las maquinaciones de su hermano, había tomado otra actitud. Juan Sin Tierra había llevado durante años un férreo control sobre los dominios de los Plantagenet en Ingalterra, y había habido muchos muertos en el continente. Ambas cosas habían cambiado la fisomonía de su reino, y Ricardo estaba decidido a limpiar la casa. Y la Casa de Bieber era uno de sus objetivos primordiales.

Justin se pasó la mano por el rostro y suspiró con cuidado para que su hermano no viera las señales de desesperación. No le quedaban ideas. No les quedaba dinero. Y pronto, si nada lo remediaba, se quedarían también sin tiempo.


Honor y PlaserDonde viven las historias. Descúbrelo ahora