La luna me sabe a poco

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La luna me sabe a poco





Sus pulmones se abren de repente, una expansión momentánea que recorre su espina dorsal causándole un enorme escalofrío de placer le pone la carne de gallina. Suelta un gemido mientras su boca intenta morder el aire y aunque no lo consigue logra arrastrarlo hasta su pecho, llenándolo al máximo.

Joder, por poco muere ahogado.

Se acerca a una viga y se apoya, jadeante; está intentando recobrar el aliento. ¿Cuánto tiempo habrá aguantado bajo el agua? Quizás diez o doce minutos, aunque eso ya sería pasarse. Con los años cada vez puede soportarlo más, aunque no tiene nada que ver bucear por placer que por salvar el pellejo. En este último caso el cuerpo siempre hace un sobreesfuerzo, puro instinto de supervivencia, así que quizás haya batido su propio récord.

Mira a su alrededor, las luces del puerto se intuyen lejanas aunque las grúas apenas están a unos cuantos metros más allá. Si no fuera por eso no se vería una puta mierda. Siempre ha pensado que las bateas están en el punto idóneo: no demasiado cerca, lo que las hace perfectas para escabullirse entre ellas sin ser visto a plena noche, pero al mismo tiempo lo suficientemente cercanas como para robar  algo de luz que facilite medianamente la visión.

Sale Mikel del agua, impulsándose para dar un brinco, con la boca abierta intentando llenar sus pulmones con todo el aire que pueda. Él siempre ha tenido más aguante, y no duda en recordárselo cuando puede.  Hace años, cuando Kiko apenas era un crío, los dos solían pasarse las horas en el mar. Daba igual que hiciera un frío horrible, de hecho eso les motivaba más, se zambullían entre las aguas del mediterráneo y competían constantemente para ver quién tenía los pulmones más resistentes o soportaba mejor hacerse un buen puñado de kilómetros a braza.

Mikel siempre ganaba, por supuesto, los ocho años de diferencia no perdonan.

Echa el pelo hacia atrás y se suena la nariz con la mano. Se ha dejado crecer las greñas, antes de entrar en el talego llevaba el pelo bastante corto, casi rapado, pero ahora parece un rockero de esos porque además siempre lo tiene grasiento. Kiko tampoco es que pueda presumir de un pelo muy limpio, la ducha no es su fuerte.

—Qué hijos de puta, nano,  tocaba cambio de turno —jadea Mikel, acercándose hacia donde está su hermano.

—Es temporada de cosecha —se encoge el menor de hombros.

Kiko observa a su alrededor, las bateas suelen estar custodiadas constantemente para evitar robos. No solo hay una persona vigilando por las noches en la instalación flotante, sino que a lo largo de todo el puerto también hay seguratas inspeccionando el agua, no sea que se les cuele algún listo para abrir los contenedores.

Normalmente, el vigilante de la batea hace un cambio a las tres de la madrugada, y durante aproximadamente un cuarto de hora no hay nadie sobre la extensa construcción. Quince minutos es lo que Kiko y Mikel necesitan para cortar un par de cuerdas y largarse de allí nadando con un buen cargamento de clótxinas que venderán al día siguiente en el mercado. Pero esta noche ha sido una putada, mientras intentaban cortar una de las cuerdas han escuchado ruidos, el puto segurata ha aparecido con una linterna obligándolos a sumergirse durante vete tú a saber cuánto. Menos mal que están curtidos en ese tipo de trabajos, porque si no les hubieran pillado.

Quizás hagan el cambio de turno más tarde, pero ellos no tienen toda la noche. Si logran robar algo tendrán que volver a casa, deshacer el matojo de moluscos que se forma entre las cuerdas y lavarlo en la bañera para tenerlo listo a primera hora de la mañana.

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