Only nineteen.

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El vivir como un simple músico pobretón en la preciosa ciudad de Angeles era un insulto para castas altas. Predominaban los Doces y Treces, por supuesto, sólo existía un puñado de Cuatros y Cincos. Los Seises y Ochos eran un mito en la capital de Illéa. Claro que la mayoría de los Cuatros eran dueños de cafetales, restaurants, industrias hoteleras, establos o granjas que administraban; era un secreto a voces que sus empleados eran Sietes con jornadas de trabajo inhumanas. A pesar de todo, era bien sabido que los Cincos de Angeles poseían un talento inigualable. Probablemente se debía a lo diferente que era la educación. Hasta ese momento no me había detenido a pensar en qué pudo diferenciarme del montón; gracias a padre tenía un amplio conocimiento en la historia de nuestro país y sabía hablar a la perfección 5 idiomas. Era lo único que destacaba de mi solicitud, o al menos así lo creía. Desde el anuncio de los nombres, me tomé la libertad de investigar un poco. Éramos 9 Cincos, 7 Seises, 8 Cuatros, 5 Treces y 6 Doces. ¿Por qué elegir a tantos chicos de castas bajas cuando existen estirados de "buenas" familias? Nunca terminaría de entender el sistema de la Selección. Decidí concentrarme en los detalles del cubículo; habían muchísimos productos para el pelo y cremas corporales. El aroma que desprendía me recordaba un poco a Astrid.

— ¡Oh pog Dios! — chilló un joven pelinegro. Su acento francés provocó un ligero cosquilleo en mis oídos.

Minutos antes, la amable doncella me llevó al lugar donde se suponía me harían un cambio de imagen. Estaba tan absorto en mis pensamientos que no me percaté de la llegada de mi estilista. Era alto, demasiado delgado, de piel tan blanca y ojos verdes. Llevaba unos ridículos pantalones de cuero negro y una diminuta camiseta de tirantes que dejaba a la vista su ombligo.

Migen que tenemos aquí — se acercó y comenzó a toquetear mi enmarañada melena —. Cabello gubio, un poco maltgatado, se puede aggeglag. Pómulos altos, nagiz pequeña y gespingona, labios apetecibles, pestañas de infagto, unas cejas gebeldes que también les dagemos un pequeño getoque y unos ojos del colog de la miel que unto todas las mañanas en mi pan tostado.

No me había dado cuenta que habían más personas dentro del cubículo hasta que escuché un par de risitas tontas provenientes de dos chicas igual de pálidas que el chico. Ambas iban vestidos con overoles de color rosa chicle.

— La pgincesa es tan afortunada — aseguró André Baudelaire, tomando una toalla que acomodó sobre mis hombros —. Muy bien, guapo. Cogtagemos un poco de cabello para dagle fogma. El colog está bien, no hace falta cambiaglo.

— ¿Sólo eso? — pregunté como un idiota.

— No todos tienen la suegte de teneg un gostgo esculpido pog los ángeles como tú, guapo — dijo André, en su mano derecha sostenía unas tijeras —. Lo único que hagé segá dagle volumen a tu atgactivo sin que piegdas ese toque de inocencia y tegnuga.

Asentí sin más. Las dos chicas se encargaron de suavizar mis manos y aplicarme cremas por todas partes, según una de ellas, el chocolate era el aroma preferido de la princesa. Durante mi estancia en el cubículo, logré captar el suave murmullo en el salón, tal parecía ya habían llegado los demás candidatos. André dió por terminado su trabajo al cabo de 20 minutos, según él, tenía mejor aspecto que la mayoría de los modelos con los que trabajaba.

— Eh, espere... Antes de marcharse, ¿podría hacerme un favor? — sentí un leve ardor en las mejillas —. Mis hermanas son fieles seguidoras de su trabajo, de verdad, ellas amarían tener su autógrafo.

André llevó ambas manos a su pecho, claramente conmovido y honrado.

— ¡Pog supuesto! Denme una hoja, lo que sea — sus asistentes le entregaron una fina hoja membretada y un bolígrafo. En 5 segundos ya contaba con un autógrafo del joven André Baudelaire —. Tome. Si algún día necesita algo, no dude en comunicagse conmigo. Adjunte mi númego telefónico paga usted y sus hegmanas. Hasta luego, futugo pgíncipe de Illéa.

The Prince (Actualizando)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora