2 días después de ti

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Hoy a entrado mi madre a la habitación, me ha sorprendido mirando nuestras fotos. Aún tengo colgado el corcho donde colocaste nuestros momentos juntos. Ella dice que me ha llamado varias veces. Creo que me he olvidado de mi nombre, porque no consigo identificarme con ese por el que me llaman. Ahora tan siquiera lo consigo encontrar entre los nombres encerrados en mi cabeza. El tuyo tampoco está. Tal vez quieres que lo olvide. Pero no tiene sentido, porque entonces, ¿de que me serviría recordar todo lo demás? Como te iba diciendo, mi madre se puso delante mía sin dejarme visibilidad de tu hermoso rostro. Yo la empujé, fue sin pensarlo, pero no me arrepiento. Ella se enfadó, mucho. Me gritó repitiendo el mismo nombre una y otra vez. No sé si era el tuyo... Tal vez era el mío. Aunque me gritara disfrutaba oír esas cinco letras de su boca. Se me clavaban cual flechas justo en el corazón. Dolía, dolía mucho, más que ese dolor físico de ayer, era algo así como tú. Acabé entendiendo que se trataba de tu nombre. Por eso me dolía tanto. Entonces le grité yo.
-¡No vuelvas a pronunciar su nombre!-me incorporé de la silla y me acerqué mucho a ella.
-Tienes que superarlo.-eso me dijo. Como si fuera tan fácil.
-El va a volver mamá,-ella me abrazó-va a volver, ¿verdad?- no dijo nada se limitó a apretarme, como si tratara de protegerme.-Volverá.-y comencé a sollozar como cuando una niña pequeña de cae de un columpio y necesita que su madre la proteja.
Cuando me calmé, mi madre quitó una por una las fotos del corcho. Mientras repetía que así todo iría bien. Pero yo no la creí, olvidarte no me haría bien. Porque tu volverás y ¿qué dirás si no ves las fotos? Primero te enfadarás, pero muy poco, porque yo te abrazaré y los dos sabemos que soy tu debilidad. Luego sacó el libro de debajo de la almohada. Lo abrió página por página, sacando hasta el último de mis mejores amigos metálicos. Luego me entregó el libro. Yo lo apreté contra mi. Lo leía todas las noches, las frases subrayadas varias veces. Me cogió el brazo izquierdo y levantó mi manga. Intenté apartar el brazo pero el no dormir me estaba pasando factura.
-¡Otra vez!- gritó al ver mi brazo bañado en sangre.
-¿Mami,va a volver verdad?-volví a preguntarle y ella comenzó a llorar.
Me dejó sola en el cuarto de nuevo. La oía hablar con alguien por el móvil.
Tienes que venir... si... otra vez... No podré soportarlo...
Fue lo único que distinguí en la conversación. Tras media hora desde aquello, sonó el timbre. Distinguí una voz conocida aunque no conseguía acertar de quien era. Aquella persona entró a mi cuarto, donde yo estaba encogida en mi cama. Me giré ligeramente y vi a Katherine. Creo que la recordarás pero te haré memoria. Es una chica pelinegra, el cabello liso le llega hasta los hombros, tiene los ojos verdes y achinados, siempre perfilados con una suave ralla de gato, los labios rosados y carnosos y una nariz respingona. Era esbelta y algo alta para sus dieciséis años. Hoy lucía una blusa rosa y una falda blanca a juegos con unas cuñas a rallas rosas y blancas.
-Hola, Lana.-dijo con entusiasmo. Al parecer me llamo Lana. Curioso nombre.
No respondí, me limité a darme la vuelta para no verla y taparme con todas las mantas que tenía.
-¿Ni un hola a tu mejor amiga?-esa pregunta se me clavó en el fondo del estómago, como si acabara de encajar un puñetazo.
Me levanté de un salto de la cama quedando frente a ella y le espeté:
-Tu jamás has sido, ni eres, ni serás mi mejor amiga.-la odiaba como odiaba al resto del mundo. Los odiaba por no entenderme. Por no poder sentir lo que yo sentía.
-Esta bien...-me acarició la cabeza.-Sólo vayamos a dar un paseo, ¿si?
Instintivamente la seguí, ya iba vestida y arreglada. Siempre lo iba, por si volvías. No podía recibirte mal vestida o fea, porque seguramente te irías. No me amarías. Cuando estuvimos fuera de la casa, saqué la pitillera, coloqué un cigarro en mi boca y lo encendí. Aspiré el humo como si ello me fuese a devolver la vida y por primera vez Katherine no me dijo nada. Ella odiaba que fumara, a ti también te molestaba y por eso lo dejé. Aunque jamás me lo prohibiste, decías que era libre de hacer aquello que quisiera, mientras no me dañara. Aunque sabías que fumar me dañaba, pero que no podía controlarlo. Cuando tu me conociste ya me autolesionaba. Tu evitaste que lo hiciera, pero ahora te vas, como si me incitaras a retornar a mis hábitos nocivos. Le di la última calada a esa arma de lento efecto y la tiré. La chica que me acompañaba me dirigió una mirada de alivio y yo le devolví una fría. Entramos en un lugar en el que nunca había estado. Era totalmente blanco y no tenía ventanas. La recepcionista saludó a mi acompañante y entramos al ascensor. Subimos hasta la planta siete. Cuántas casualidades. Caminamos por un enorme pasillo con sillas blancas, al igual que el resto de aquel edificio. Se paró ante una puerta con una inscripción en plata.
Consulta 73: Doctor Lewis.

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