Capítulo único

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Hermione y él mantenían una extraña y ridícula amistad, esa era una verdad fundamental que aún le costaba admitir pero, de todos modos, lo hacía a regañadientes. Era una de esas ironías que tenía la vida en donde el destino parecía intervenir intencionalmente en los acontecimientos haciendo que la persona que tantos años habías detestado, aquella insufrible sabelotodo que no paraba de interrumpir en sus clases, se volviera una de las más importantes para él. Ni siquiera estaba seguro de cómo había llegado a suceder eso. Un momento estaba maldiciendo al jodido Dumbledore por querer obligarlo a tomar a Granger como su pupila, ya que a ella se le había ocurrido estudiar para medimaga y necesitaba un amplio conocimiento en pociones, y, de repente, como por arte de magia, se encontró disfrutando de su compañía y anhelando que el siguiente encuentro se produjese. Y eso ya había sucedido casi diez años atrás, cuando ella aun era una mera adolescente y él contaba con treinta y ocho años.

Ahora, a sus cuarenta y ocho, no sólo la admiraba como la profesional que era sino que secretamente la deseaba con locura. Era ridículo, lo sabía, pero no tenía puta idea de qué hacer al respecto para solucionar ese dilema. En esos años que habían pasado, la adolescente que había sido se había ido transformando delante de sus ojos en una de las mujeres más hermosas que alguna vez conoció. No es que fuera perfecta y era consciente que no tenía el mejor cuerpo del mundo, pero a su modo de ver era toda una belleza. Aún tenía esa mata de cabello incontrolable que en los días húmedos se volvía una especie de arbusto con vida propia pero que a él le encantaba tocar sin que ella se diera cuenta para sentir lo suave que era o aspirar el aroma que desprendía cuando se le acercaba. No había duda alguna, la Hermione Granger de veintisiete años lo alteraba en todos los sentidos.

Tal vez, por esa razón y porque era una de las personas en quién más confiaba, se había aparecido en su casa buscando ayuda.

-¡Granger!- gritó con cierta desesperación en medio de la sala pero no obtuvo respuesta alguna.

Caminó hacia la cocina pero tampoco se encontraba allí. Tampoco en la biblioteca. Como último recurso buscó en la habitación. Aquel terreno era desconocido aún para él. Podía ser que hace diez años fueran amigos pero habían márgenes que ninguno se había dispuesto a romper aún, como llamarse por sus nombres o ir a las habitaciones privadas donde la intimidad de la situación los podría incómodos. Al menos, a él sí.

Tragó saliva al darse cuenta que la puerta del baño del cuarto estaba entre abierta y que en el interior de éste la luz estaba encendida y se escuchaba el sonido de la ducha. La imagen mental de ella totalmente desnuda con esas gotas de agua deslizándose por su piel suave se coló en su mente haciendo que cierta parte de su cuerpo empezara a despertar. Cerró los ojos y aspiró una gran cantidad de aire por la boca, obligándose a sí mismo a pensar en otras cosas. Cosas importantes y urgentes como la razón que lo había llevado allí.

¡Invisible! ¡Se había vuelto completamente invisible! Era realmente ridículo e irracional pensar que él, con toda la experiencia que tenía en su vida en el ámbito de la creación de pociones, haya podido cometer uno de los errores más básicos. Todos sabían que no debían agregar la infusión de ajenjo purificado antes de haber colocado los rábanos de ajo egipcio finamente molido con el mortero cuando se elaboraba la poción antiséptica. Todo el mundo lo sabía, incluso él, pero en aquel momento se había distraído tan sólo unos instantes cuando una lechuza había tocado la ventana con su pico y, sabiendo que se trataba de una carta de Hermione, se había apresurado y, comportándose como un idiota enamorado había hecho todo mal. La explosión fue inevitable. Toda aquella mezcla había caído sobre él, caliente y pegajosa, desprendiendo un asqueroso aroma a pescado podrido que le dieron nauseas. Había corrido al baño y se había metido bajo la ducha. Con una esponja había fregado con fuerza su piel, intentando desprenderse de todo aquello. Había metido la cabeza bajo el agua, manteniendo sus ojos cerrados, para lavar concienzudamente su cabello.

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