La flecha se estrelló contra el corazón de la diana.
Y todo permaneció en silencio.
En aquel enorme galpón dividido en varios sectores de entrenamiento y lleno de armas no había nadie. Sólo un muchacho que practicaba cada madrugada, acompañado por la luz de la luna que entraba desde lo alto por los tragaluces y el olor que provenía del río.
Más allá de las gruesas paredes de aquel lugar, el muchacho podía sentir el zumbido de la vida nocturna del puerto de Buenos Aires: vehículos yendo y viniendo, grandes embarcaciones cargando y descargando, cientos de personas trabajando, descansando, divirtiéndose. Y algo más, el murmullo de criaturas acechando en la oscuridad. Criaturas que el muchacho debía cazar y exterminar.
Esa era la misión que él había asumido en su iniciación, cuando había recibido su arco. El arma del Primer Cazador, el arma que había elegido su padre y el padre de su padre. Era la decisión que había confirmado cuando le habían tatuado la Marca que llevaba en la piel, luego de matar a su primera bestia.
Metódicamente, el muchacho tomó otra flecha del carcaj y se ubicó frente a la diana como siempre lo hacía: su cuerpo ligero como si estuviese a punto de salir volando. Sin embargo, la única que voló en el aire fue la flecha, deslizándose con gracia y firmeza hasta morir en el blanco, a milímetros de su compañera.
El joven cazador fijó sus ojos en sus flechas de plumas negras y, por un momento, le pareció que el centro de la diana se transformaba en el entrecejo de aquél nocturno. Y no pudo evitar que los recuerdos de esa noche de febrero lo atacaran. ¿Por qué lo había hecho? Él no debió interferir. Él debió dejar que esas criaturas se eliminaran entre ellas. Hubiera sido tan fácil no intervenir, quedarse escondido en lo alto de ese árbol, esperando las órdenes de su hermano.
Pero entonces, él había aparecido frente al cazador. Ese joven lobizón que se les había escapado, tan sólo un chico que tenía casi su edad. Aquella vez que se habían encontrado en el Parque Industrial el arquero no había quedado del todo inconsciente y recordaba como el lobizón lo había sacado del camino de aquel auto. Esa criatura maldita de mirada asustada, tan humana, no lo había matado.
La presa le había salvado la vida al cazador. Algo que este jamás llegaría a comprender. Ellos eran enemigos. Él era su presa.
Con un gruñido de frustración, el muchacho atacó una vez más contra la diana. Pero antes de que soltara la flecha, el recuerdo de un par de ojos plateados apareció ante su vista. Los ojos de una bruja. La sorpresa lo distrajo y la flecha salió volando lejos del blanco.
Esta vez fue un insulto lo que se escapó de sus labios.
—Dejá de ser tan pelotudo —se dijo, pasando su mano libre por el rostro.
De nada servía seguir pensando en aquellos encuentros, en aquellos niños de la luna. Se recordó que esas criaturas no tenían alma. Tenían razocinio y emociones en el mejor de los casos, pero no un alma a la que se pudiera salvar o condenar. Eran, después de todo, bestias. Eran arcanos.
Así que el muchacho tomó con decisión otra flecha del carcaj.
«No tiene caso» se dijo, fijando sus ojos en el centro de la diana. «Si llego a encontrarme otra vez con alguno de ellos...» Mientras tensaba la cuerda, sintió a su arco como una extensión de su cuerpo, un órgano más de él. Su propio corazón. «Juro por mi sangre...» La flecha atravesó a una de sus compañeras dividiéndola en dos y se clavó en el centro de la diana. «Que voy a matarlos».
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La chica voz de sombras | Arcanos 2
FantasySofi Nardelli a veces veía sombras siniestras y cosas extrañas sucedían a su alrededor, pero intentó no darle importancia... Hasta que murió. Desde que volvió de la muerte, nada es lo mismo. Ella no la misma. Desde aquel primer amanecer, Sofi intent...