Capítulo 1: El encuentro

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Francisco correa entró en mi vida cuando yo tenía diecisiete años. En 1975 estudiaba el último curso de bachillerato en el colegio de monjas Divina Pastora de Madrid y ya en el segundo trimestre estaba organizando con mis compañeras el viaje de fin de curso, que era una tradición importante que a todas nos excitaba. Trabajamos mucho para poder reunir el suficiente dinero y de esa manera evitar que nuestros padres tuvieran que desembolsar más de lo necesario.

A mis diecisiete años estaba llena de alegría, de entusiasmo por todo, con ganas de comerme el mundo. Era tremendamente activa, me apuntaba a un bombardeo, no pasaba desapercibida. Hubo que preparar festivales, vender papeletas y hasta hacer bocadillos todos los días para la hora del recreo del cole, y allí estaba yo, trabajando como la que más. Lo hicimos bien y recaudamos bastante dinero.

La madre Vicenta y la madre Nieves, encargadas del curso que iban a acompañarnos a nuestro destino, se fueron con las delegadas de la clase a una agencia de viajes Meliá muy próxima al colegio. Iban resueltas a contratar algo con atractivo, un viaje que no podía llevarnos muy lejos porque no teníamos dinero suficiente, ni muy cerca ya que tampoco se trataba de una simple excursión.
Él estaba trabajando como jefe de oficina en la agencia. Yo me entré más tarde porque no fui a contratar el viaje. Las encargadas de hacer la gestión se lo dejaron muy claro: tenía que conseguirnos un viaje con todas esas características y, como máximo, podíamos disponer del dinero que habíamos reunido. Sencillamente, no teníamos más.

Cuando volvían nuestras compañeras de la agencia, nos ponían al corriente de lo que iba surgiendo y de las distintas posibilidades que nos ofrecían, pero sobre todo, hablaban mucho de él. Supuse que debía de ser un hombre interesante porque mis compañeras decían: «Qué simpático, seguro que él nos lo consigue.» Era evidente que estaban encantadas con Paco.
Y efectivamente, nos consigió un viaje a Palma de Mallorca de una semana con todo incluido, hasta las excursiones.

Salíamos el 6 de abril a las 3 de la tarde para regresar el día 13. ¡Lo habíamos logrado! Pero me resultó curioso que todas comentaran muy contentas que él nos iba a acompañar. «¡Guay!», como dirían ahora.
En ese momento no le di mucha importancia, lógicamente porque todavía no le había conocido. Mi pensamiento entonces sólo era: un chico del que mis compañeras hablaban todo el tiempo, iba a acompañarnos. Una chica de 17 años, cuando sabe que va a haber chicos a su alrededor, quiere estar mona. Había que decidir qué iba a meter en la maleta.

Por fin llegó el 6 de abril. Era domingo, las monjas nos hicieron estar en el colegio a las 11 de la mañana, un autocar nos iba a llevar al aeropuerto y, como teníamos que estar una hora antes para facturar, había que coordinarlo todo bien, ir con tiempo. Al final hubo un retraso en la salida del autobús bastante largo. Ya estábamos todas acomodadas y nos tocó esperar tres cuartos de hora... ¿a quién?, precisamente a él, a paco, que llegó tarde. De pronto se organizó un gran revuelo, todas murmuraban y se reían. Me volví hacia mi compañera de asiento.

-¿Qué pasa? ¿Por qué hay tanto follón?
-¡Paco! Que ya ha venido Paco.
-¡Ah!, y ¿quién es ese Paco?
-El guía de la agencia que nos va a acompañar.
Lo cierto es que no me fijé mucho porque estaba más pendiente de mi primer vuelo. No las tenía todas conmigo, no sabía cómo lo iva a llevar.
Bueno, se pasó el mal trago del avión y ya estábamos en Palma de Mallorca. Fuimos al hotel. Era uno pequeñito donde no cabíamos todas, pero tenía una casa anexa tipo chalet al que llevaron a algunas chicas. Nos apuntamos varias voluntarias porque veíamos que durmiendo allí nos sería más fácil despistar a las monjas y que no se enteraran si salíamos por la noche.
Deshicimos el equipaje, ya estábamos instaladas. Entre una cosa y otra llegó la hora de cenar. Nos pusimos monísimas, todavía lo recuerdo: yo llevava pantalón rosa, camiseta negra y pañuelo al cuello rosa -a juego con el pantalón-, el pelo largo suelto y liso y muchas ganas de pasármelo bien. Cuando llegamos al comedor él estaba allí, sentado a la mesa con las monjas. Tenía el pelo no demasiado corto, bigote y perilla, llevava una camisa azul clara, pantalones beige de pinzas y zapatos castellanos. ¡Vaya!, un pijo, como ya los llamábamos por entonces. En ese momento sí le miré, pero sin más, yo no podía parar -creo que no cené-, iba de mesa en mesa preparando, quedando, viendo la manera de irnos por la noche a alguna discoteca sin que las monjas se enteraran, porque claro, ésa fue la primera norma cuando llegamos allí, prohibido salir por la noche. Era 1975 y eso entonces no se hacía, las monjas nos dieron como hora tope para regresar a nuestras habitaciones las 12; mientras, podíamos estar por el hotel o pasear por los alrededores, no más.

Un ángel, un destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora