NO TODOS SON IGUALES

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NO TODOS SON IGUALES

–¡Más rápido! ¡Nadie saldráde aquí hasta que hayan terminado todos!

La voz retumbó en las paredesacristalas del invernadero, sobresaltándome y haciendo que a lachica tras de mí se le cayera el cesto lleno de uvas. Dejé el mío,cuidadosamente, a un lado y me incliné a recoger el desastre que sehabía formado a nuestro alrededor.

–Lo siento –dijo mirando a sualrededor–. Soy una patosa.

–No es nada, le puede pasar acualquiera –la tranquilicé, aunque en los meses que llevaba aquíme había dado cuenta de que la gente hacía lo imposible para que nopasaran cosas así.

–Creo que no hemos sidopresentadas –habló aun en el suelo–. Me llamo Sofía.

–Martina. –Fui a estrechar sumano, por costumbre, pero era algo que la gente había dejado dehacer mucho tiempo atrás.

–¿Eres nueva? –preguntó.

–Llegué hace tres meses.

–¿Estás sola?

Me quedé callada dudando en sicontestarle. No porque mi respuesta fuera importante o cualquiercosa, sólo que la gente no hablaba de esas cosas, en general nohablaban de nada. Desde que llegabas aprendías que lo mejor era noacercarte a nadie porque no sabías en que momento podíadesaparecer. Finalmente guarde silencio, todo estaba recogido y lachica ya se había levantado.

–Oye –me llamó mientras meponía de pie–, perdona por las preguntas. La gente de aquí no esmuy dada a hablar y pensé...

–Mi madre y mi hermano estánen otro campamento –respondí sintiéndome fatal. Ella no habíapreguntado nada raro y yo había reaccionado irguiendo muros a mialrededor, como los demás.

–Al principio yo tambiénestaba sola, pero hace unos meses llegó mi hermano –siguióhablando mientras seguíamos recogiendo unas uvas que no probaríamos.

Continuamos trabajando sindecirle nada, porque aunque egoísta no era una hipócrita y no podíaalegrarme por ella cuando lo único que quería era estar con el mío.No había un solo día en que no pensara en él y en mi madre, en queno buscara una manera de volver a ellos.

Las horas pasaron y finalmentealguien decidió que ya era suficiente. Salimos del invernadero deforma ordenada, ya fuera porque no quedaban energías o porque nohabía un lugar a donde ir. Afuera el cielo tenía el tono naranjadel atardecer, ubicándome en las siete u ocho de la tarde. Cuandollegamos a la intersección giré a la izquierda, hoy, después dedos semanas, me tocaba ducha. Entré directamente en una habitaciónde varios metros con grandes grifos saliendo del techo. Ésta vezeramos unas sesenta personas, un poco más que la última. Me desnudéy dejé la ropa en una esquina, me coloqué cerca de la pared aunqueen ese lado llegaba menos agua, pero aunque ya no me importabadesnudarme delante de tanta gente, la sola idea de estar en medio,rodeada por todos lados, hacía que me dieran escalofríos.

Pasaron unos minutos en los quela gente terminaba de llegar y desnudarse. Yo estaba girada a lapared, no quería ver todos esos cuerpos escuálidos como no queríaque vieran el mío en la medida de lo posible. A mi lado se colocóun chico que apenas tendría quince años. Por sus ojos abiertos depar en par y la lentitud de sus movimientos deduje que era nuevo. Élme miró y sus mejillas se colorearon. Quise decirle algunas palabrasde ánimo, decirle que se acostumbraría, pero volví a mirar a lapared y ni una palabra salió de mi boca. Me había prometido a mimisma que yo no sería así, y sin embargo hoy ya había actuado dosveces igual que el resto, evitando involucrarme, pasando el día sinhacer nada que recordar en el futuro, si lograba tener un futuro,claro.

Y así fue como me encontréDonde viven las historias. Descúbrelo ahora