1. Vida rota

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«Así que el infierno» —pensó Gustavo. Después de haber escuchado sin prestar la mínima atención aquella tediosa clase de Religión. La cual resumía una mujer pálida, que poseía unos profundos ojos oscuros; demasiados, para no ser negros. A diferencia de él, sus compañeros si lo hacían; o más bien, estaban intrigados por saber sobre el tan aclamado infierno. Creyéndose todo el cuento del sufrimiento eterno. Lo más bajo de todo. Fue para él, el saber que alguna vez en su vida, había creído en aquella falsa existencia. La cual tiene nombre... Dios.

La profesora de Religión se percató de la falta de interés de Gustavo, que se veía a pocos metros de distancia apuntando algo en su cuaderno, en vez de leer el libro que se había olvidado traer. Se dirigió con voz altanera hacia él y le exigió dar conclusión alguna sobre el tema. Gustavo se paró del último asiento del salón con desgana, mientras cruzaba los brazos de forma irregular; apoyando la espalda sobre la pared, levemente pintado de un color verde pastel.

—La verdad, profesora —recalcó Gustavo un tanto molesto—. Usted no querrá saberlo. —Sus pardos ojos, se encontraban hundidos en algún punto fijo en la nada.

La profesora de Religión, ni se inmutó ante su comentario. Dejó pasar unos breves segundos para retomar lo anterior dicho.

—A ver, joven —exclamó la mujer, con la poca paciencia que tenía. Y sentía; que tenía demasiados problemas, como para soportar los berrinches de un adolescente de catorce años. Bastante tenía ya también, al soportar niños maleducados como los de su clase—. ¿Sabes? No importa, porque sería más fácil ponerte un uno, en mi libreta.

—Si tanto quiere saberlo, se lo diré, «vieja loca» —enfatizó hacia sus adentros—. Se lo compartiré como un refrán, si es que así lo entiende. “Si el malo va al infierno y el bueno al cielo, todos iremos al infierno”. —Gustavo sabía muy bien lo que significaba aquello.

Si nadie lo comprendía, era que esa persona era un ignorante, que quería vivir sabiendo nada; y a la larga ignorar como realmente es la vida, eso era para Gustavo. Aunque esa profesora no estaba excluida, de la larga lista.

—¿Qué clase de conclusión es esa? —chilló indignada, mientras movía la cabeza de forma leve, reprochando todo lo que el otro había dicho. «¿Cómo podía decir que nos íbamos al infierno» —pensó.

—El que usted quiere saber. No daré excusas absurdas —dijo Gustavo satisfecho, mientras se colocaba con pereza sobre el asiento de madera.

—Gustavo Torres, en verdad con usted no se puede hablar. —La que ya parecía una voz amable y tranquila, se volvió más sonora mientras chillaba a los cuatro vientos—. Cómo no, eres una persona rara. Deberían llevarte al psicólogo, ¡niño malcriado!. —Por un momento, en sus labios se había formado una pequeña sonrisa, un tanto tétrica—. Repruebas el año, jovencito.

—Profesora... ¿a usted le gusta tanto escupir personas? —comentó Gustavo con una sonrisa.

El rostro de la pobre mujer no podía estar más rojo, pues se había dado cuenta de aquella indirecta; ya que sus otros alumnos tenían marcada la cara de asco, mientras se limpiaban el rostro de forma disgustada.

Gustavo entonces, agradeció de no pertenecer a la primera fila.

La alarma sonó de una manera apenas audible, y desde siempre ha sido ese caso, pero poco le importaba. ¿Qué mas le daba? No le serviría llegar a casa. Nunca hacía nada, o más bien, nada interesante. Como siempre y como todos los días, era el último en salir de aquél pequeño espacio llamado salón.

Desde hace unos años, su vida, o más bien; su estado mental, ha estado decayendo hasta volverse lo que es ahora. Un chico amargado, que odia todo lo que se cruza. Aunque debía admitirlo, ahora se sentía más pleno y menos ignorante de lo que ya era... uno más de esta mugrienta sociedad.

Gélida soledadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora