Cuatro (Verena)

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Cuando te conocí no estabas viviendo de verdad. Estabas vacía y perdida, y no sabías el porqué de las cosas ni el de tu vida.
Me acerqué a ti porque aposté cuál sería tu realidad. Todas las mañanas tenías esa cara indiferente que no costaba leer. Supe que tu corazón latía, pero tú no le acompañabas. Modestia aparte, sé que si no fuera por mí, con el paso de tiempo te habrías muerto. Te estabas marchitando más y más, ya marchita.
Cuando empecé a hablarte tú hablabas en tono normal pero no decías nada. Absolutamente nada.
Eras como la sensación de aprecio a algo que se está acabando, o que temes que se acabe y finalmente lo hace.
Sé que dentro tuya luchaba por salir todo eso, y yo tuve la suerte de fijarme y dejar todo de lado para conocerte y que te conocieras.
Me acuerdo de tu cara asustada y desconcertada.
"Soy Kostenlos".
Y tu mirada llena de nada, los hilos rotos que conducirían a lo peor si no se te estirpaban.
Así que llegué a ti a través de palabras. Te hablé sobre lo maravillosas que eran las cosas. Te hablé sobre lo infame que eran también.
Recuerdo que tu ignorancia potenció en mí las ganas de compartir más enormes del mundo.
Quería que apreciaras cada trozo de cielo, cada cigarro en el balcón de tu piso.
Al principio me juzgaste, cuando supiste que mi cuerpo y mi amor pertenecían a todos.
Pero dejó de importar.
Vi que desde que naciste, habías asumido las cosas tal y cómo eran, dejándolas pasar a tu alrededor, sin provocar nada en ti, sin dejar que entrasen en ti, indiferente. Pero también vi que tenías la capacidad de sentir y comprender las cosas perfectamente.
Nacías cada día desde que estuvimos juntos. Dejaste aquella cafetería y tu trabajo aburrido, y fue tu sin mañana. Nos perdimos durante mucho tiempo, porque me enamoré de tus insaciables ganas que puse en marcha por saborear el mundo, la vida.
Poco a poco, nos conocimos mejor.
Todo lo bueno del principio se fue tornando gris, y te bebías mis lágrimas y yo me tragaba tus gritos. Nuestros mapas llenos de lugares a los que ir acabaron con agujeros a los que nunca llegamos. Quisimos soñar con la fuerza de los niños, quisimos que todo se hiciera realidad mientras bailábamos con los brazos extendidos, colocados y sin un duro.
"Sigo sin entender la vida, pero ahora es mejor", me susurraste una de las primeras noches, con pipas de crack a nuestro alrededor rotas y los ojos mirando al universo entero.
Pero te golpeó fuerte, y lo siento tanto por ello.
Te convertiste en una mujer sin control e incontrolable, y también me gustó al principio. Tus desenfrenadas risas rebotando por todas las tiendas del centro donde robamos, la locura de las lágrimas en tus ojos cuando insertabas la aguja de una jeringuilla de nuevo en tu brazo izquierdo, gimiendo más que cuando hacíamos el amor en el suelo de tu piso, cubierto de cristales y sangres.
Algunas mañanas te levantabas llorando y gritando, y ya no bastaban tres gramos por la nariz y las visitas a galerías de arte maravillosas. Dejó de ser suficiente en cualquier caso para ti. El ansia subía por tu alma sin control alguno, más y más y más y más.
Sólo estaba empeorando cada día, de manera horrible.
"Verena...", te susurré una mañana mientras te costaba respirar en pleno ataque de ansiedad.
"Nada es gratis, Paul, Kostenlos, como coño quieras que te llamen o te llames. Pero nada es gratis, nada lo es".
"Eso está fuera de contexto. Te quiero. Y te estás destrozando, y quiero besarte y que todo vaya bien, pero Verena, sólo sabes perder el control".
Me miró como si el mundo se hubiese caído.
"No soy débil, no soy frágil, no quiero más mierda en mi cuerpo. Quiero empezar de nuevo. Ésta no es la vida que soñaba".
"Tú no soñabas, Verena, ése es el problema. Y no te mientas, porque yo tampoco soy débil, pero sí frágil. Más que la infancia misma. Si hoy te vas moriré, me dolerá tanto que no podré respirar. Pero lo volveré a hacer, volveré a inhalar aire. Volveré a respirar, las lágrimas disminuirán día tras día y un día volveré a amar tanto como te amo a ti".
"Ayer te amaba más", me dijiste temblando.
Así que cuando el hedor de las cosas ya no era soportable, abandonaste. Un día me levanté y sólo quedaba una nota sobre tu lado de la almohada.
"No te amo menos, pero a mí sí. Por eso quiero volver a verte algún día".
T

ristemente, no te volví a ver, ni tarde ni temprano, ni alguna vez. Las noches de aguja fueron solitarias y eso que seguía teniendo las llaves de tu piso. Las acabé tirando al río, pero yo, pese a que muchas noches gritaba tu nombre y rebotaba, estaba feliz, feliz por ti. Me enteré de que te metiste a una clínica de rehabilitación, saliste y te sacaste el título de profesor, para enseñar sobre poesía y lo que a ti te apeteciese, porque ya no eras la misma persona, y a día de hoy no lo eres.
No para bien, no para mal; tampoco tienes la necesidad de una aguja en el brazo ni la nariz hecha mierda.
Pero ahora aprecias el sol magnífico a millones de kilómetros sobre tu piel una mañana de Diciembre. Ahora te das cuenta. Incluso sé que sigues llorando de felicidad.
Has optado por una vida más simple, y te envidio por ser capaz de vivirla con total tranquilidad.

Sé que sigues pensando en mí.

Te sigo viendo alguna mañana, pero ya no es la misma hora ni la misma cafetería.
No estás triste, sólo a veces exhalas algún suspiro silencioso.

Pero yo me tengo que despedir.

Así que por la mañana me dirijo en esta nueva cafetería a ti. Nuestro final será como nuestro principio.
Te veo sola y distante en una mesa de la terraza, pese a que hace frío y entre tus labios se escape vapor. Estás leyendo un libro.
Finalmente, me acerco hasta ti y me siento.
Levantas la mirada y me miras, con tranquilidad, aunque frunces el ceño al percatarte.
"Hola, Verena", y te sonrío.
"Kos... ¿Paul?"
Una lágrima cae de tu ojo izquierdo de la conmoción.
"¡Paul!"
Sonríes, te levantas y me abrazas, con tus brazos delgados y delicados.
Nerviosa, te vuelves a sentar.
"Verena. Hoy es la última vez que nos vemos, pero me dijiste que querías volver a verme y yo te quería volver a ver a ti".
Tú pareces confusa.
"Yo... Claro. Claro".
Nos ponemos a hablar, como si fuese normal. Como si todo lo fuera, como si lo hubiese sido. Como si las cosas fueran más bellas y menos reales.
Dado un momento, me dices que me tienes que dar algo. Pagas tu café, llamas al instituto en el que enseñas diciendo que no podrás ir hoy porque estás indispuesta y nos dirigimos a tu antiguo piso. En el camino me hablas del libro que estabas leyendo; yo lo conocía pero no sabía sobre él.
"No me identifico con la señora Dalloway, pero lo encuentro fascinante. Bello".
Cuando llegamos, me fijo en lo ordenado que está todo en comparación a cómo lo dejamos. Hay incluso flores en el alféizar de la ventana. Tulipanes.
Te acercas a un pequeño baúl. Lo coges y lo pones encima de la cama.
Lo abres y hay una cajita dentro.
La despliegas y se alza una bailarina que está desgastada y huele a madera limpia, vieja, si puede ser. Giras la tuerca que hay debajo de la caja muchas veces. Cuando la sueltas comienza a sonar un piano y la bailarina, estática, gira sobre sí misma. Las notas caen en silencio sobre nosotros, despacio, sin color, tristes.
Bellas, pálidas.
Cuando acaba queda un hueco entre nosotros que no se puede llenar con palabras.
Me miras, con los ojos llorosos.
"Era de mi abuela, ¿sabes? Cuando era pequeña creía que cuanto más girabas la tuerca, más música sonaba. Me encantaba. Me pasaba horas con ella".
Te miro, tienes los ojos cerrados, pero las lágrimas siguen cayendo.
"Cuando crecí, me di cuenta de que la melodía tenía una duración concreta, y que cuando llegabas a un determinado número de vueltas de tuerca, aunque siguieras girándola, no liberaba más música. Fue estúpido pensarlo por mi parte; la infinidad de ello".
Miras ahora la caja, con la bailarina elegante y triste, perdida en una caja para siempre.
"No creo que nosotros fuéramos así", susurro yo.
"Yo por entonces y por lo menos, por supuesto que sí. Llegó un momento que no importó cuántas vueltas le diese a la tuerca, me estaba volviendo loca. No me gustó encontrarme conmigo misma y ver que hacía tiempo que podía haber soltado la tuerca y habría sonado la misma melodía".
Oh, Verena...
"Oh, Verena".
Pliegas de nuevo la caja y la bailarina se sumerge, desaparece.
"Te he echado de menos y te echaré de menos, Paul. Me has dado algo que no se puede agradecer con palabras. Pero siempre me quedará el concepto que eras para mí. Y cuando te vayas..."
Respiro y lo recuerdo. Un tumor me come el hígado y poco a poco, todo. Pero el sufrimiento tiene que permanecer hasta el final. No falta mucho y es lo que me queda.
Así que miro a Verena.
"¿Un último cigarro en tu balcón?"
Sonríe.
"Claro, Kostenlos".
Fumamos en tu balcón, y es de día. Miramos las calle, la gente que pasa. Hablamos, nos reímos. Tus labios dejan escapar el humo con delicadeza.
Lloras de risa, y la melodía de piano de la cajita de tu abuela resuena en mi mente, pálida.
Y ahí se desvanece nuestro último adiós, poco a poco, hasta que la tuerca deja de girar en el momento preciso.
Verena...
Uno de mis recuerdos más... Puros. El sol en tu piel limpia, recuerdos en tus ojos cansados...
Vivos.

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