Te imaginé en la muerte del amanecer y las formas más bellas jamás vistas. Expandiéndose de trazados y geometría, besando sin techo eclipsados por una esperanza amarilla.
Viniste de todavía más al norte, con tu eterna positividad y tu miedo a la tristeza. Era tan fácil para ti, en un mundo en el que el vino y las piscinas congeladas eran las noches de cada día de la semana y gritar y apreciar el humo entre las estrellas algo tan habitual.
Cuando te conocí, el estrés estaba empezando a morir en mis costillas hasta cronificarse en un cansancio que no entendía de importancia, de sentido. Entendía de supervivencia y dejadez, una decepción por parte de un mundo agresivo hacia una caja torácica repleta de ideas que se asfixiaban, en días nublados y tormentas áridas. Y quizá fue por eso que la luz de ti quiso adentrarse sin cesar en mí en aquel momento; tras haber consumado el concepto de ti como algo ideal pero consciente de ello, con un realismo que trepaba siempre por mí, empecé a desgastarme de dentro afuera.
Qué típico de mí, ya de por aquel entonces. Ahogado en una indiferencia que devoraba toda la delicadeza a su paso, te besé en museos y galerías de arte y corrí contigo de la mano por los sitios en los que nos perdimos. Me sería imposible a estas alturas olvidar los pueblos italianos donde todo era verde y blanco y amable; o nuestros ojos volando en Ámsterdam y París, donde vimos las estrellas en botellas e hicimos el amor después de ser inmensos en el Louvre y llorar a Van Gogh.
No hacía falta comprender mucho contigo. Estábamos envueltos en una espiral de belleza y nos refugiamos en el arte. Como capullos en primavera, salíamos con alas y dejábamos todo atrás, cada vez un poco más. Y quizá ese fue el problema, para variar.
Me acuerdo perfectamente de la última noche, los gritos y nosotros volando (¿nosotros?), las luces en la lluvia que arrancaban trozos de acera de tan agresiva manera. Sé que corríamos (pero no recuerdo tocar el suelo) hasta todos aquellos bates y toda aquella sangre, dientes como trofeos y mordiscos que liberaban una violenta esperanza. Me acuerdo de mi labio, de mi brazo, de mi cabeza entera pintando de rojo las farolas; de ti llorando. Me arrastraste con cansancio hasta el hospital y recuerdo tu sonrisa melancólica antes de que yo desfalleciera bajo el blanco y la noche en tu mano sobre mi pelo.
A la mañana siguiente, cuando pregunté por ti, me miraron entornando los ojos, extrañados.
"No te trajo ningún Martynas".
Cuando pregunté que cómo había llegado hasta allí, nadie lo sabía. Realmente yo tampoco, en ningún sentido. Las venas azules, que ya no estaba seguro de si llevaban mi granate sucio a un corazón apenas existente, eran una broma de mal gusto al lado de la tristeza que se apoderó de mí. No pude llorar. No pude hablar. Pasaron meses y ese tiempo desapareció de mi vida.
Recuerdo todas las veces que me preguntaban en esa sala blanca: "no sé de ningún Martynas, ¿pero tú quién eres?" Y sinceramente no supe responder. Ninguna vez, y quería hacerlo desesperadamente. Quería que supieran que yo tampoco existía, que nadie lo hacía, y que no estaba seguro de poder volver a gritar.Hoy lo recuerdo; Martynas existió. No supe quererlo realmente: lo quise como un concepto, como algo que muere antes de nacer. Los frutos de los que te cansas tras recogerlos porque realmente crees que entran en tu sombra. Una sombra que has creado, que hemos creado, con miedo de que la pureza del brillo derrame ante nuestras córneas las imperfecciones que nos han obligado a deshumanizar, que nos han hecho creer producto de un sinsentido fatal inexplicable.
En un barroquismo desolador, quise volver a besar los monstruos de la noche. Y es entonces cómo Martynas, el triste e inmerecido concepto que había arrancado de una persona, me hizo querer ser todo, absolutamente todo. Menos yo, otro concepto brutalmente odiado.
De esta manera, entre los dolores de una madre noche con sudores en la frente, nació, con los ojos rojos, un ser de dientes de hierro que abrazaba su locura como el último día de verano.
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Kostenlos.
RandomNunca pude atender a razones. Nunca llegué a entender nada del todo.