PRÓLOGO

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¡Oh, Butterfly! ¿No dicen que, si tocamos las alas de una mariposa, ya no podrá volar?

Aún recuerdo nuestro primer encuentro. La misma sensación se había apoderado de mí al divisar la costa de Japón por primera vez. El archipiélago era un punto en la superficie del mar, que durante tantos días se había mostrado vacío y taciturno. Yves, mi segundo de a bordo, se encontraba a mi lado en la pasarela. Se movía impaciente y hablaba muy alto. Parecía conocer a fondo ese país que, sin embargo, no había visitado nunca.

-¡En cuanto llegue, me caso! ¿Tomará por esposa a una de esas muñecas de piel amarilla y ojos de gato, lugarteniente Pinkerton?

Yo sonreía en señal de aprobación.

Era habitual que los expatriados de paso se casaran y fundaran un hogar durante su estancia, una extraña costumbre colonista para un país aferrado a la tradición. Algo que yo mismo, más adelante, experimentaría.

Interrumpió nuestra conversación una llovizna repentina, a la que siguió un verdadero torrente que lo inundó todo. Parecía que las nubes del mundo entero se hubieran dado cita en ese gran embudo que era la bahía de Nagasaki.

Nos adentramos poco a poco en un sombrío corredor flanqueado por altas montañas: Japón se nos revelaba a través de una magnífica fisura.

-¡Qué mal tiempo para poner pie a tieera e ir a buscar esposa en un país desconocido, lugarteniente!

Mi segundo de a bordo, que se había informado, debía conducirnos hasta una conocida casa de té: el Jardín de las Flores. Yo me dejaba llevar, pues estaba decidido a descubrir aquel país para hacer negocios en él. Me interesaba estar de vuelta en Boston cuanto antes: estos asuntos debían ocuparme tan solo unas breves semanas.

En tierra, unas extrañas criaturas se arremolinaron a nuestro alrededor. Un grupo de hombres con sombreros cónicos y cubiertos con grandes mantos informes de rafia, que dejaban al descubierto unas endebles pantorrillas desnudas, vendían sombrillas de colores y nos arengaban en su curiosa lengua. Los jins se peleaban por ofrecernos transporte; tiraban pequeños carros de dos ruedas con la fuerza de sus brazos. Escogí a los que parecían más robustos, pues llevábamos un equipaje pesado. Me dirigí a uno de ellos con la frase que había aprendido de memoria. El jin sonrió y se puso en camino. A través de la capota chorreante descubrí un Japón desapacible, medio anegado, muy distinto de las porcelanas y los floreros de moda que decoraban los salones de Boston.

Después de un trayecto interminable, el cortejo se detuvo. También la lluvia, de pronto, se había disipado.

-¿Jardín de las Flores? -le repetí varias veces al jin señalando el austero caserón. Él asintió con la cabeza.

Llamamos a la imponente puerta, que se deslizó hacia un lado invitándonos a pasar. Dos ancianas se arrodillaron a nuestros pies y nos quitaron los zapatos. Yves no parecía sorprendido: sin duda, había leido sobre aquella costumbre en algún relato de viajes. Las mujeres nos condujeron a una salita de espera y nos sirvieron té en un pequeño recipiente sin asa. El calor me quemaba las palmas de las manos, y estuve a punto de derramar la bebida. Las dos ancianas ocultaron la risa tras las largas mangas de su kimono. Nos enseñaron cómo sujetar una taza al estilo nipón y desaparecieron.

El té perfumó la habitación con su aroma de jazmín, y por fin me detuve a observar la estancia. Tenía las paredes blancas y un suelo de esterilla, sin apenas decoración. Pero, al deslizar uno de los paneles descubría el tesoro de aquel lugar. El porche, como un cuadro gigantesco, nos ofreció un paisaje de ensueño. El jardín hacía honor al nombre del lugar: era la joya de aquel recinto. Los árboles estaban minuciosamente tallados, y las avenidas, alfombradas de piedras de un color gris claro, casi blanco, de idéntico tamaño. Orquestaban la sinfonía del conjunto varios estanques de peces y parterres floridos.

Delante de nosotros, cuatro muchachas deambulaban por las avenidas. Con sus delicados gestos y sus finos modales, se confundían en medio de aquella vegetación perfectamente ordenada. Parecían salidas de un biombo. Una de ellas, en particular, llamó mi atención. Era menuda y de silueta delgada, como un hilo de seda, casi irreal. Sus pequeñas y refinadas manos asomaban por las mangas pagoda. Su traje, de un sutil rosa palo, lucía bordados de mariposas azules, negras y doradas. Cuando aceleré el paso, la joven, sintiendo la intensidad de mi mirada, se dio la vuelta. Entonces descubrí el rostro más delicioso que había visto jamás: una muñeca de óvalo perfecto. Creo que la elegí en ese preciso instante.

Aquella mariposa que revoloteaba y se posaba con gracilidad tenía que ser mía, aun a costa de quebrarle las alas.


Madame ButterflyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora