Por fin llegó la carta, la carta que le envié a Sharpless, una carta sencilla con la que pretendía liberar a Butterfly. Le conté mi regreso al país, los acontecimientos aquí acaecidos, el pánico de los bancos y, especialmente, mi boda con la dulce Kate, mi verdadera mujer, mi esposa estadounidense.
Kate era del todo opuesta a Butterfly: libre, risueña, franca, sagaz. La conocí mientras militaba en el Parlamento para defender el derecho al voto de las mujeres. Ella sujetaba una pancarta junto a un grupo de sufragistas con enaguas y me miraba con descaro. Me enamoré en el acto.
¡El derecho al voto de las mujeres! ¿Habría podido Butterfly imaginarse algo parecido?
Ya habían transcurrido varios meses, y debía avisar a Butterfly de mi nueva boda.
Yo, Benjamin Franklin Pinkerton, lugarteniente de la Marina, héroe de guerra en la batalla de la bahía de Manila y en la de Santiago de Cuba, era un desertor a los ojos de Butterfly: era un cobarde.
Para afrontar esa dura prueba, decidí enviar a Sharpless. Y él la acometió de inmediato. Llevaba tanto tiempo viviendo en Japón que había adquirido sus códigos. Aunque su lado estadounidense le dictaba que debía ser lo más claro y directo posible, su sentido japonés de la mesura lo incitaba a tomar todos los derroteros posibles para anunciar la terrible noticia.
Al atardecer de un hermoso viernes de primavera, Sharpless acudió a visitar a Butterfly. Suzuki, nuestra fiel sirvienta, lo recibió.
-Señor cónsul, mi señora Butterfly se encuentra muy débil. ¿Nos traéis buenas noticias?
-Lamentablemente, no, Suzuki. El señor Pinkerton no regresará. Se ha casado con una dama estadounidense; acaba de comunicármelo en esta carta. Llévame ante tu señora: tendré tacto, te lo prometo.
En el jardín del que no había salido desde hacía tres años, Butterfly oteaba el horizonte en medio de sus jazmines, cerezos y crisantemos. Ni la espera ni el dolor habían marchitado su belleza. Junto a ella se encontraba Goro, como una abeja revoloteando a su alrededor de un tarro de miel.
-Disculpad, querida señora Butterfly.
-¡Oh, sois vos, señor cónsul! -exclamó Butterfly con alegría-. Bienvenido a esta casa americana. ¿Vuestra familia se encuentra bien?
-Eso espero -respondió Sharpless, sorprendido de que todavía se acordara de él.
-¿Fumáis, señor? Tengo cigarrillos americanos.
-No, gracias, querida, he recibido...
-Señor, habéis traido el sol a esta casa.
-He recibido una carta de Benjamin Franklin Pinkerton -atajó Sharpless con determinación, para que Butterfly no volviera a interrumpirlo.
-¿Va a regresar? -Habló el grito del corazón, el de la esperanza demasiado tiempo defraudada.
Sharpless carraspeó y miró a lo lejos. Al percibir su incomodidad, Butterfly quiso explicarse:
-Mi marido me prometió que volvería a esta hermosa casa cuando el petirrojo construyera su nido. Lo ha construido tres veces desde que se marchó, pero es posible que en los Estados Unidos tenga por costumbre hacerlo con menos frecuencia.
Goto, que no perdía ripio de la conversación, soltó una carcajada que Butterfly recibió como una afrenta.
-No le prestéis atención; es Goro, el casamentero. Desde que mi marido salió a la mar, se dedica a hostigarme con su charlatanería y sus regalos para proponerme toda clase de pretendientes, en particulas al rico Yamadori.
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Madame Butterfly
Romance¡Oh, Butterfly! ¿No dicen que, si tocamos las alas de una mariposa, ya no podrá volar?