Fue una ardua negociación. La linda mariposa no se dejaba apresar fácilmente. Tal y como exigían las costumbres del país, pacté con el casamentero, un tal Goro-san, adquirir el lote completo: vivienda. esposa y criados.
Aquel hombre era un singular personaje, ataviado con traje gris, a la moda occidental, bombín y guantes blancos. Su rostro de musaraña, su nariz chata y sus ojos diminutos me inspiraron desconfianza de inmediato.
En cuanto escuchó mis primeras palabras, comprendió el motivo de mi visita y, con las manos juntas y la cabeza inclinada, me respondió melifluo:
-Una mujer japonesa es una flor delicada, Pinkerton-san. Hay que tomarse el debido tiempo para escogerla bien antes de arrancarla. Dentro de unos diez días, llega una gran familia a Nagasaki con dos bellas hijas que acaban de florecer.
-¿Diez días? ¡Oh! No me ha entendido, estimado Goro. Ha de ser ya mismo o nunca.
Se quedó muy sorprendido, endureció la mirada, y sus buenos modales desaparecieron. El hombrecillo consultó frenéticamente unas tarjetas, intercalando su lectura con sonidos de aquel dialecto imposible, al tiempo que compasaba la búsqueda con un leve balanceo del cuerpo. De pronto, levantó su redonda cabeza y exclamó entusiasmad:
-¡Oh! ¡Cómo no se me había ocurrido antes! Hay una hermosa y exótica flor, la señorita Mirabelle, la hija del gran comerciante de porcelana. Una persona de gran linaje. Pero debo advertirle que el precio será muy alto, pues sus padres han depositado grandes esperanzas en ella. Es muy culta y domina todas las artes que una joven de su rango debe conocer. Sin embargo, no posee el rostro más agraciado del mundo, pues le quedó un leve estrabismo en el ojo derecho debido a una enfermedad de infancia.
-¡Ni hablar! ¡Imposible! Busque a personas distinguidas sin taras, por favor.
Después de pasar revista a las jóvenes casaderas de Nagasaki, acabé confesándole el objeto de mi deseo: la sutil mariposa que había visto en el Jardín de las Flores. Pero aquella mariposa resultaba más dificil de atrapar. La señorita Butterfly era una geisha, una mujer con la que nadie contrae matrimonio.
Solo después comprendería el alcance de mi descabellada petición.
Goro resumió el dilema de un modo muy sencillo: una geisha es una mujer admirada, deseada, nunca una esposa. Bien poco me importaban a mí sus sermones y sus comentarios. Sus argumentos solo consiguieron avivar mi deseo. No podía quitarme de la cabeza a Butterfly, y Goro comprendió que yo estaba dispuesto a pagar su precio. En definitiva, en Japón, como en cualquier otro lugar, los billetes son dueños y señores, y con su ayuda no hay transacción que no pueda realizarse.
El casamentero Goro hizo venir a la pulcra joven. Durante el arreglo, ella permaneció completamente inmovil, con las manos juntas, la mirada ausente y una gran distinción en el porte. Solo su pestañeo delataba que no era un maniquí de escaparate.
La charlatanería de Goro parecía no tener fin, y yo estaba hipnotizado por el control absoluto de aquella primorosa geisha. La insistencia de aquel hombre me resultaba irritante, aunque en el fondo sabía que solo se trataba de un juego. Tarde o temprano, volvería a los Estados Unidos para tomar una esposa de verdad. Sin embargo, mientras tanto, me resultaba tan placenterio mariposear alrededor de aquella criatura enigmática que nada en el mundo me haría desistir. Incluso llegué a olvidar el motivo de mi viaje.
Las negociaciones y los preparativos de boda de los días posteriores fueron interminables: habrían desanimado al pretendiente más decidido. El cónsul Sharpless, con su actitud paternalista, no dejó pasar la ocasión de reprenderme y advertirme sobre la gravedad de aquel asunto:
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Madame Butterfly
Romansa¡Oh, Butterfly! ¿No dicen que, si tocamos las alas de una mariposa, ya no podrá volar?