ACTO II

139 7 0
                                    

Tras aquella turbulenta ceremonia, llegamos a nuestra casa recién comprada. Butterfly, aterrada en ese enorme espacio, se parecía más que nunca a una pequeña mariposa. Yo la abrazaba, enternecido por su fragilidad.

-¿Te gusta la casa?

-Señor Pinkerton, perdón. Sí, desde luego. He traído algunos objetos. ¿Os molesta?

-Pero ¿por qué habría de molestarme, hermosa Butterfly? ¿Dónde están?

Cruzó la habitación y se inclinó sobre una diminita maleta. Con cuidado, sacó de ella varias telas brillantes para sus kimonos, pañuelos, una pipa, un cinturón, un espejo y un abanico.

Con cada una de mis preguntas sobre la naturaleza de aquellas curiosas baratijas femeninas, Butterfly pestañeaba y replicaba alarmada:

-¿Os disgusta? ¡Lo tiro!

También extrajo una biblia. Ante mi cara de desconcierto, inclinó la cabeza y, con un hilo de voz, murmuró:

-Es para desposar a vuestro Dios al tiempo que a vos. -Aquella confesión hizo que se ruborizara.

En realidad, solo disponía de unos pocos objetos, y le habría costado un gran un gran esfuerzo desprenderse de esas pertenencias por complacerme. Entre ellas, había unas curiosas figuritas de barro, los ottoké, que simbolizaban el alma de sus antepasados, y un estuche alargado y fino que me tendió con una mano temblorosa: dentro guardaba una espada corta. Le pregunté con tono burlón:

-¿Qué haces con esto, Butterfly? ¿Tienes intención de matarme?

-¡Oh, no, señor Pinkerton! Es un regalo que el mikado le hizo a mi padre. Con este objeto demostró su honor -respondió, e imitó un gesto de abrirse el vientre con una seriedad que arruinó el efecto cómico de mi broma.

Tras esa grave anécdota, fuimos a acostarnos. Aquella solemnidad iba a marcar nuestra vida matrimonial.

La casa era tal y como habría podido imaginármela antes de llegar a Japón. Se encontraba enclavada en un apacible barrio de Nagasaki y rodeada de jardines verdes que respondían a un orden perfecto. No le faltaban sus paneles de papel, sus baúles y sus mesitas bajas, parecidas a juguetes infantiles.

Las cigarras cantaban en el tejado. El marco era idílico.

Butterfly extendió en el suelo una fina colchoneta de algodón y me invitó a recostarme. Ella se tumbó a mi lado. Bajo la nunca se colocó un pequeño caballete de caoba, para no estropear su voluminoso peinado.

Cada noche, Butterfly extendía la colchoneta y la recogía por la mañana. ¿Por qué demonios se tomaba tantas molestias? ¿Por qué no la dejaba tal y como estaba? Ya decoraría poco a poco la pequeña estancia desocupada...

Su vida estaba encorsetada en un sinfín de costumbres asfixiantes. EL maquillaje y el peinado, que sin duda ocultaban gran parte de su belleza, le llevaban horas enteras y la obligaban a levantarse muy temprano. A mí me estaba terminantemente prohibido asistir a esa metamorfosis que la convertía en una muñeca de escayola. Las pocas veces que intenté presenciar la escena, Butterfly me invitó a salir de la habitación, vociferando en su lengua materna y olvidando el inglés.

Las comidas, a su vez, eran de lo más inusitado. Al despertar, dos endrinas verdes maceradas en vinagre y espolvoreadas de azúcar sobre una bandeja de laca roja y acompañadas exclusivamente con té. El almuerzo y la cena se presentaban en diminutos tazones con tapadera. Podían consistir en anguila, picadillo de gorrión, langostinos rellenos, algas en salsa...

Butterfly se llevaba con gracia la comida a los labios, ayudándose con unos palillos. Entre todos, había un plato que jamás cambiaba, ni en nuestra casa ni en ningún lugar, ni en el norte ni en el sur del Imperio: consistía en un enorme recipiente de madera repleto de arroz blanco cocido.

Butterfly llenaba un gran cuenco, manchaba su blancura impoluta con una salsa negra de pescado, se lo acercaba a los labios y engullía el arroz empujándolo con los palillos hacia el fondo de la garganta. A continuación, recogía los tazones, las tapaderas y la más mínima miguita caída en los mantelillos blancos, cuya irreprochable limpieza no debía verse deslustrada.

La comida había terminado.

Butterfly pasaba el resto del día barriendo el jardín y ordenando la casa una y otra vez. También confeccionaba ramos de flores: nada de esos voluminosos ramos de colores que decoraban nuestros salones, sino unos ramilletes pequeños y rectos, de líneas definidas, compuestos de peonías, una hoja de rosal doblada o cualquier otro tallo desnudo recogido al azar entre el musgo.

En aquel país, ni siquiera las plantas gozaban del derecho a florecer.

Uno de los pocos acontecimientos que rompían la tranquilidad perfectamente calculada de nuestro hogar lo ocasionaba la aparición de algún insecto corriendo sobre las esteras blancas. En esos momentos, Butterfly se escandalizaba entre aspavientos, gritaba: "¡Uh, uh!", y ahuyentaba al intruso con un abanico.

Butterfly no vivía ajena al abismo que, cada día, se abría entre nosotros. Aumentaba sus atenciones y su cariño, colocaba ramos perfumados junto a mi colchoneta y me acariciaba el pelo. Luego se retiraba, como avergonzada. Bailaba escondida tras sus abanicos y exhibía mil afectadas coqueterías para seducirme.

Ella se mostraba tan amable y tan dulce que cada día que pasaba me sentía más culpable por haberla elegido.

Butterfly era una joven distinta, solemne, y, aunque nunca se quejaba, percibía su aflicción en las notas melancólicas que su laúd expresaba de forma inequívoca.

Yves venía a visitarnos a la menor ocasión. Se trataba de nuestro único allegado extranjero, pues, aparte de los escuetos saludos de cortesía que intercambiábamos con nuestros vecinos, llevábamos una vida retirada. Solo al atardecer descendíamos a Nagasaki, a la luz de los farolillos, para distraernos en los teatros, los bazares y las casas de té.

Yves disfrutaba de la compañía de mi mujer como si fuera un juguete y no paraba de recordarme lo encantadora que era. Yo, en cambio, encontraba sus ritos cada vez más exasperantes, y sus manías me resultaban tan molestas como las cigarras de nuestro tejado.

Por fin, cuando mis negocios prosperaron, se me ordenó que regresara al continente. Esperaba impaciente esa señal para escapar de aquella vida monótona.

El anuncio de mi marcha fulminó a mi frágil mariposa. Dejó de elaborar ramos de flores y de cantar, hasta permitió que los escarabajos, las cucarachas y los demás insectos corretearan libremente por el suelo de nuestra casa. Guardaba silencio, y una indescriptible expresión de tristeza empañaba sus ojos.

Me apenaba verla en ese estado y, solo con el fin de aplacar su dolor, la mañana de mi salida le dije:

-Mi querida Butterfly, volveré en la época de las rosas, durante la bella estación, cuando el petirrojo acabe de construir su nido.

Una lágrima surcó su rostro, que, de pronto, se iluminó con una sonrisa sincera, no una de esas sonrisas de conveniencia que abundaban en Japón, sino una sonrisa de esperanza, una sonrisa infantil.

Me fui casi feliz por haberle aportado algo de consuelo. ¡Cuánto debería haber desconfiado de esa sonrisa! ¡Tendría que haberme mordido la lengua en lugar de darle falsas esperanzas!

Me han contado que, cada día, mi pequeña Butterfly esperaba en nuestro jardín, y que las flores y las plantas crecieron en un extraordinario desorden. Butterfly pasaba las estaciones sin salir de allí.

Su vientre se abultó rápidamente tras mi marcha. Había mantenido el embarazo en secreto. Dio a luz a un niño de ojos azules y cabello con reflejos claros: mi hijo.

Me han contado que, durante esos años, ni un solo día le faltó la visita de Goro, que la acosaba con la petición de que tomara un marido rico que la sacara de la pobreza, a ella y a su hijo.

Butterfly aseguraba que yo volvería, que continuaba siendo mi esposa y que poco importaba la ley japonesa, porque ella era mi esposa americana.



Madame ButterflyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora