EN LAS MONTAÑAS DE LA LOCURA
H. P. LOVECRAFT - Traducción Fdo. Calleja
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Me veo obligado a hablar porque los hombres de cien-cia se han negado a seguir mi consejo sin saber por qué. Va completamente en contra de mi voluntad exponer las razones que me llevan a oponerme a la proyectada inva-sión de la Antártica, con su vasta búsqueda de fósiles y la perforación y fusión de antiquísimas capas glaciales. Y me siento tanto menos inclinado a hacerlo porque pue-de que mis advertencias sean en vano.
Es inevitable que se dude de los verdaderos hechos tal como he de revelarlos; no obstante, si suprimiera lo que se tendrá por extravagante e increíble, no quedaría nada. Las fotografías retenidas hasta ahora en mi poder, tanto las normales como las aéreas, contarán en mi favor por ser espantosamente vívidas y gráficas. Pero aun así se dudará de ellas porque la habilidad del falsificador puede conseguir maravillas. Naturalmente, se burlarán de los dibujos a tinta calificándolos de evidentes imposturas, a pesar de que la rareza de su técnica debiera causar a los entendidos sorpresa y perplejidad.
A fin de cuentas, he de confiar en el juicio y la auto-ridad de los escasos científicos destacados que tienen, por una parte, suficiente independencia de criterio como para juzgar mis datos según su propio valor horriblemente convincente o a la luz de ciertos ciclos míticos primor-diales en extremo desconcertantes, y, por la otra, la in-fluencia necesaria para disuadir al mundo explorador en general de llevar a cabo cualquier proyecto imprudente y demasiado ambicioso en la región de esas montañas de la locura. Es un triste hecho que hombres relativamente anónimos como yo y mis colegas, relacionados solamente con una pequeña universidad, tenemos escasas probabi-lidades de influir en cuestiones enormemente extrañas o de naturaleza muy controvertida.
También obra en contra nuestra el hecho de no ser, en sentido riguroso, especialistas en los campos en cuestión. Como geólogo, mi propósito al encabezar la expedi-ción de la Universidad de Miskatonic era exclusivamente la de conseguir muestras de rocas y tierra de niveles muy profundos y de diversos lugares del continente antártico, con la ayuda de la notable perforadora ideada por el profesor Frank H. Pabodie de nuestra facultad de inge-niería. No tenía deseo alguno de ser un precursor en nin-gún otro campo que no fuera ése, pero sí abrigaba la esperanza de que el empleo de esa nueva máquina en dis-tintos puntos de rutas anteriormente exploradas, sacara a relucir material de una especie no conseguida hasta en-tonces por los métodos normales de extracción.
La barrena de Pabodie, como el público sabe ya por nuestros informes, era única y excepcional por su ligere-za, su movilidad y sus posibilidades de combinar el prin-cipio de la perforadora artesiana con el de la pequeña barrena circular de rocas, de tal forma que permitía tala-drar rápidamente estratos de diferente dureza. El cabezal de acero, las barras articuladas, el motor de gasolina, el castillete de perforación desmontable de madera, el equipo para dinamitar, la cordada, la cuchara para extraer la tierra y la tubería desmontable para efectuar taladros de cinco pulgadas de diámetro hasta una profundidad de cinco mil pies, todo ello, junto con los accesorios nece-sarios, no representaba una carga superior a la que pudie-ran transportar tres trineos de siete perros. Esto era po-sible gracias a la ingeniosa aleación de aluminio de que estaban hechas casi todas las piezas metálicas. Cuatro grandes aeroplanos Dornier, construidos expresamente para las grandes alturas de vuelo necesarias en la meseta antártica y dotados de dispositivos suplementarios, idea-dos por Pabodie, para el calentamiento del combustible y para la rápida puesta en marcha, podían transportar toda nuestra expedición desde una base situada en el li-mite de la gran barrera de hielo, hasta diversos puntos de tierra adentro, desde los cuales nos bastaría con un número suficiente de perros.
Proyectábamos explorar la mayor extensión posible de terreno que nos permitiera la duración de una estación antártica -o más si era absolutamente necesario-, tra-bajando principalmente en las cordilleras y la meseta si-tuadas al sur del mar de Ross, regiones exploradas en diversa medida por Shackleton, Amundsen, Scott y Byrd. Con frecuentes cambios de campamentos, realizados en aeroplano, y abarcando distancias lo bastante grandes como para ser significativa desde el punto de vista geo-lógico, esperábamos desenterrar una cantidad sin prece-dentes de material, especialmente de los estratos del pe-ríodo precámbrico, del que tan pocas muestras se habían conseguido en la Antártida. También queríamos reunir el mayor número posible de muestras de rocas fosilíferas, pues la historia de la vida primigenia en este desnudo rei-no del hielo y de la muerte es de la máxima importancia para nuestro conocimiento del pasado de la Tierra. Es de todos sabido que el continente antártico fue en otros tiempos templado y hasta tropical, que estuvo cubierto de espesa vegetación y fue rico en vida animal, cuyos únicos supervivientes son los líquenes, la fauna marina, los arácnidos y los pingüinos del borde septentrional. Nuestros deseos eran ampliar esa información en cuanto a variedad, exactitud y detalle. Cuando una perforación revelara indicios fosilíferos, agrandaríamos la abertura con explosivos para conseguir muestras de tamaño convenien-te y en buen estado.