T r e s.

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Mi estado de ánimo era simplemente impredecible, casi como el clima de aquellos días.

Usualmente "Mis Demonios"- que era como había decidido llamarlos- disfrutaban de un macabro juego de ir y venir a mi mente a atormentarme cada que podían.

Y los sentía intensamente cuando llegaban, a pesar de que fueran cautelosos y no se anunciaran.

Empezaba como un mal día y luego de unas horas, me daba cuenta que no era solo eso.
Por lo que a medida que pasaban los minutos se volvía complejo hasta el simple hecho de respirar.

Y habían atacado de nuevo.

Ese domingo, después de un día como el anterior, ellos simplemente se presentaron, sin previo aviso, nada.

En la madrugada solo pude llorar y sentirme mal. No como el tipo de enfermedad-mal, solo mal.

No sabía bien el motivo, más bien sentía que era un poquito de todo, pues esa era otra de las peores cosas, que no solo uno de aquellos monstruos me atormentaba, no, cuando llegaba uno, este abría puertas para que todos los demás entraran en mi cabeza; y eran muchos.

Y me sentía fatal.

Para cuando me levanté de la cama a las ocho en punto de la mañana del domingo, mis ojos parecían dos papas y mi madre lo había notado.

-¿Qué pasa Violet?- había preguntado con un tono de preocupación en su voz cuando me vio dirigirme hacia el refrigerador desde la mesita donde estaba desayunando.

-Nada- apenas pude decir.

-Violet, dime qué te pasa.- insistió

-Tengo hambre.

-¿Y por eso tienes los ojos así? Vamos Violet, cuéntame.- dijo mi madre mirándome mientras yo me movía por la cocina.

-No me pasa nada, mamá.- respondí mientras tomaba helado del refrigerador. Lo serví en una taza muy bonita que me habían obsequiado la navidad pasada. Tenía forma de estrella.

-Violet, ¿Son las ocho de la mañana y piensas comer helado?- dijo cuando me vio salir de la cocina con la taza en forma de estrella.

-Sí.- me limité a responder.

Dejó que me fuera a mi cuarto con el helado.
Usualmente mi madre no insistía porque sabía que cuando no le contaba algo por voluntad propia, mucho menos se lo contaría a la fuerza.

Lo había aprendido con el paso del tiempo, a dejarme tranquila en esos días, pero eso no significaba que cuando volviera a la normalidad no atacaría con mil preguntas, pues sí que lo haría.

Entré a mi cuarto y abrí la ventana un poco pero cerré muy bien las persianas, me gustaba que entrara el frío más no la luz, hice una pila de almohadas y me recosté en ellas a desayunar helado de cerezas con chocolate.

Comía muy lento y miraba los carteles que tenía en frente, en la pared de mi habitación. Analizaba de más la cara de Bob Dylan mientras se fumaba un cigarrillo y la curiosa expresión de Morrissey sosteniendo un libro de Oscar Wilde, todos estos artistas entre mis pinturas.

Si tuviera que elegir una manera pacífica para morir, no sería de vejez o durmiendo.
Eso era patético y conformista. Mi elección sería pintando. Era lo que más amaba hacer desde hacía años ya, cuando había intentado pintar la noche estrellada en quinto grado y había terminado haciendo algo que parecían unos huevos estrellados en un cielo azul falso, hasta hoy en día, que hacía réplicas de obras en acuarelas y dibujos un tanto extraños.
Me gustaba el arte abstracto, tenía varias obras, pero definitivamente lo que más me gustaba pintar eran paisajes que encontraba en mi memoria, en mi imaginación o hasta cuando miraba por la ventana.
Eso era lo hermoso del arte, convertir lo cotidiano en una obra maestra.

Old Canvas. [H.S]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora