Carta al amor de mi vida

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Han pasado cuatro largas semanas en que me quedé hasta tarde esperándote. Un mes, aproximadamente, en que me acosté con la esperanza de que llegaras durante la madrugada al departamento, que te acercaras y me dieras un beso mientras dormía; que te echaras al lado mío, me abrazaras y me dijeras que mamá había insistido hasta el cansancio con que te quedaras más tiempo en casa.

Te extraño. No puedes imaginarte lo mucho que me dueles; no te imaginas esta horrible sensación de no poder respirar, de andar con las palabras en la garganta y con las lágrimas a punto de saltarme de los ojos. Te extraño, y aunque suene complicado, no encontré la manera correcta para empezar a escribirte. Es más, ni siquiera sé cómo hacerte llegar mis palabras.

Siento una gran culpa que me arde en la boca del estómago. Un sentimiento que se me esconde debajo de las costillas. Tengo ganas de ti, de no hallarme en esta situación en que me encuentro, en la que no encuentro tu rostro más que en las fotos que me observan desde las paredes; tengo unas ganas tremendas de darle un regreso a los minutos, a las horas y a los días, a cada instante en que no estuviste conmigo. Quisiera verte nuevamente en aquella noche triste en la que a pesar de que tú y yo alzáramos la voz, no podíamos explicarnos ni mucho menos intentábamos entender nada de lo que decía el otro; quisiera encontrarme en aquel momento y no defender mis ideas inmaduras, darte la razón en todo lo que dijeras; quisiera abrazarte, llorarte porque incluso durante tu estado no dejaste que nada ni nadie nos quitara el deseo y la satisfacción de ser padres.

Incluso, aún tengo las caricias que me dibujaste sobre el cabello ese mismo día: esa última vez en que tuve la oportunidad de no salir tirando la puerta, en que pude regresar, abrazarte y haberte dicho lo mucho que te amaba; lo muy feliz que me hacías a pesar que discutiéramos por cosas tontas como el color de las cortinas o la posición de los muebles.

No fue sencillo verte esa última vez –y no lo es el hecho de recordarlo–, antes del entierro, recostada sobre la camilla, mirándome sin verme, con la mente y los labios extraviados en el aire; en un lugar lejos de donde yo los necesitaba. Tus manos estaban frías, pero tu corazón seguía latiendo dentro de mi cabeza, ardiendo en los recuerdos que se acercaban a cada segundo en que tu vida se iba alejando de la mía. No fue sencillo que la enfermera me obligara a soltarte, que me alejara de la única posibilidad que tenía de despedirme de ti, de agradecerte por haberme acompañado en todo momento –a pesar de haberme comportado muchas veces como un idiota–. No fue sencillo luchar con mis ganas de acostarme sobre tu pecho y sentir tu voz en mis oídos mientras me acariciabas como solo tú sabías hacerlo.

Sigo pensando en ti, mi vida, hasta el punto de herirme, deprimirme y llorar. No es que me sea complicado seguir aquí sin ti, pues me dejaste un gran regalo, el más grande motivo para seguir aquí: una niña hermosa con un increíble parecido a ti, hasta en ese olor que te caracterizaba y que hasta el día de hoy recuerdo como la primera vez en que nos perdimos dentro de la habitación de tu madre; una niña que, seguramente a diferencia mía, puede verte.

Tengo todas las ideas en desorden; como solías citar a uno de tus escritores favoritos con tus propias palabras: "tengo las imágenes de la cinta, mas no el audio". Algo similar me sucede. Tengo todo hecho trizas: las imágenes a pedazos, tu voz entrecortada por otras voces, por las discusiones mismas, los recuerdos... todo está como las migas del pan que quedan sobre el individual o la mesa. Es lo único visible que hay; lo único que puede alimentar mis ganas de seguir pensándote.

El día del entierro tu papá se me acercó. Lo recuerdo bien. Me pidió que fuera fuerte por nuestra hija. Conversamos sobre tantas cosas, como la vez que aceptaste ir a vivir conmigo al departamento. La pelea que tuviste con él cuando le contaste que nos íbamos a casar. No creí que tuvieras todo ese coraje, sobre todo a tan corta edad. No lo creí hasta el momento en que sabía que esa enfermedad te estaba consumiendo por dentro, a la cual sabías cómo sobreponerte a pesar de todo. No supe de tu carácter fuerte, hasta aquel día en que aceptaste ser madre a pesar que sabías que aquello te alejaría de mí, más temprano que tarde.

Me dolió que no hayas sido capaz de decirme, tú misma, el estado en que te encontrabas. Pero tranquila mujer, que hoy nada de eso importa. Me dejaste tu sonrisa, tu boca, tus ojos, tu voz, guardados en un pequeño cofre de bellas sorpresas, que sé que algún día será una gran mujer como su madre –porque tú eres y serás siempre su madre–. Si la vieras ahora: con veintiocho días de vida y ya es tremenda bebé. Y si me vieras, con veintiocho días de padre desastroso, con unas ojeras que ni te las crees. Me haces falta; una falta fatal. No te imaginas cuánto.

El día de la boda, esa vez que aceptaste ser una familia junto a mí, no solo me hiciste alguien feliz. Es... es algo que ni yo mismo sé describir. No pensaba en nada más que en ti, en salir de una vez de la iglesia, evitar la fiesta y a los invitados, inaugurar el departamento con caricias y besos, y no volver a alejarnos de nuestro hogar, el cual inventábamos cada vez que nuestras manos se encontraban. Y por cierto, espero que puedas perdonar el que no haya podido pagar un viaje fuera del país o a provincia. Sé que era lo que más deseabas. Me arrepiento de no haber podido regalarte más.

Todo va y viene aceleradamente: besos, miradas, caricias, discusiones, reconciliaciones, tardes de sofá o cama, películas, canciones, la pedida de mano, la boda, el departamento nuevo, los meses que dormimos bajo las mismas sábanas, las luces y el cielo sin estrellas pero lleno de fantasías –el techo que compartimos–... nuestro embarazo, esa última discusión... las luces del pasillo y tu mano sosteniéndome hasta el alma.

Por favor, disculpa que no sea lo suficientemente fuerte en estos momentos y que derrame algunas lágrimas sobre esta carta que ha de ser por siempre tuya. Sabes bien que siempre llega el momento en que todos van a dormir y que uno se queda solo con los recuerdos. Tú eras buena para esas cosas de demostrar fortaleza y de transmitir coraje a los que te rodeaban. Y ahora me haces falta, corazón.

Por favor, disculpa mi actitud de aquella última noche, que no haya tenido más valor y menos orgullo para haber regresado arrepentido de todo. Tal vez todo hubiese sido diferente; tal vez hubiese podido oír tu voz, aunque sea en regaños, una última vez; tal vez me hubiese alcanzado el tiempo de abrazarte, de haberte dado un beso junto con las gracias: las gracias infinitas de haberme regalado cada día nuevos motivos para sentirme vivo. Aunque mis palabras, quizás, no alcancen a donde tú estás, solo espero me perdones por todo, mi vida.

Te debo las gracias infinitas por haberme brindado la oportunidad de ser padre al lado tuyo; al lado de la mujer más maravillosa del mundo. Aunque sé que algún día nos volveremos a ver, espero que al menos pronto, puedas acercarte para sentir tu aroma nuevamente como la vez en que me diste la noticia de que esperábamos una niña... quisiera que me dijeras, como solo tú sabías hacerlo, que a pesar de todo las cosas iban a estar bien. Te amo.


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⏰ Última actualización: Dec 15, 2015 ⏰

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