Sábado
Okay.
Empecemos desde el principio.
Me llamo Mariana Rodríguez. Tengo quince años, soy de New York, pero nací en Argentina. No me pregunten cómo llegué a parar acá, porque no lo sé. Bueno, sí que lo sé, pero mi papá es el experto en todo eso así que se lo dejamos a él. Mi mamá murió cuando me tuvo. Si, lo sé. Qué putada. Mi padre se pasa todo el jodido día trabajando en una oficina de 2x2, pero tiene un sueldo de la puta madre, así que no me preocupo por nada que no sea él y yo.
No. No. No.
La realidad sí hay algo que me preocupa: un novio. No me juzguen, por favor. Jamás he tenido un novio. Y menos que menos, un beso decente. Lo máximo que llegué a besar fueron: cachetes de recién nacidos, la nariz de mi papá cuando era chiquita y la comisura del labio de mi mejor amiga.
No me tomen como una lesbiana.
Entre nosotras, las mujeres, nos entendemos.
Los chicos no me tienen prioridad. Soy un cero a la izquierda que sólo quiere que la quieran por cómo es y nada más. ¡Como si pidiera un millón de dólares!
Amanda y yo nos entendemos como si fuéramos gemelas no reconocidas por nuestros padres. Ella tiene la misma edad que yo, nació en Florida y se vino a New York cuando tenía cinco añitos -una monada. ¿Por qué? Porque lo trasladaron a su padre por un puesto de trabajo mucho mejor del que tenía y con mucha más guita para ganar.
¿Entienden? Más plata igual a más comodidad y un futuro más próspero y bla, bla, bla.
Dos solteronas de la misma edad tienen la misma suerte que un mendigo tratando de conseguir pan para poder comer.
Hablando de comida, me chilló el estómago. Me paré del sofá-cama, que estaba frente al televisor plasma -toda la calidad- y me fui a la cocina, tipo gourmet, pero más doméstica que otra cosa, y saqué de la heladera un pote de esa manteca de maní. O como dicen acá, mantequilla de maní. Y la unté en un pan fresquito de ese mismo día.
Me dirigí de nuevo al living, pero antes de poder sentarme tranquila en ese departamento ultra-mega-híper-moderno-y-caro sonó el timbre. Bufé y me dirigí a la porquería esa del interruptor para contestarle a aquel que osa joderme un sábado a la tarde, mientras mi papá trabaja.
Lo bueno de todo, es que no perdía el acento argentino y la manera de pensar de un argentino. Reí.
—¿Quién es? —dije, mientras mordía un poco más del pancito ese.
—Piensa —contestó una voz masculina.
—No tengo ganas de hablar. Nicholas —comenté con simpleza. Es que, también era verdad. Solo quería terminar de ver la película de Bruce Willis, que estaban dando en la tele.
—Bueno, déjame pasar y no te molestaré —casi pude sentir su sonrisa en su rostro.
—Está bien —apreté el puto botoncito ese que hay que apretar para que pueda abrir la condenada puerta del vestíbulo.
En menos de dos minutos, tocó la puerta. Grité que estaba abierto porque no me pararía de nuevo. Estaba de vaga ese día. Él entró todo glamuroso y se sentó al lado mío. Nicholas tenía dieciséis, y era arrogante como todo adolescente en la pre-adultez. Era campeón del triatlón, en donde íbamos para que nos educaran unos tipos de más de cuarenta años.
Hice una nota mental de que tenía que hacer el informe de Colón descubriendo al nuevo continente.
—¿Qué pasa hoy? —preguntó al cabo de unos minutos, sin apartar la mirada del televisor.
Bruce estaba matando a los terrorista con una metralleta que parecía nunca quedarse sin balas. Típico, pensé.
—Dijiste que no ibas a hablar —mordí otro pedazo del pan.
—Bueno, ya sabes cómo soy. No puedo estar callado por mucho tiempo —rió.
—Hm-mmm —asentí. Comí el último pedazo del pan ese y me digné a mirarlo a la cara—. Me enteré hoy que voy a ser tía, por segunda vez.
Nicholas abrió demasiado los ojos. Si, era tía. Por eso había dicho de los besitos en cachetes de un infante. Mi hermana Laura, estaba esperando a su segundo hijo. Lo que no era nada nuevo. Había tenido pérdidas con Cristian y, por ahora, este segundo embarazo iba en buen camino.
—¿De cuánto? —preguntó.
—De dos meses —dirigí mi mirada de nuevo al televisor, haciéndome la indiferente.
—Bueno... ¡que tenga suerte con este! —sonrió con descaro y yo sólo reí—. Pero, venía para decirte algo.
No pude evitar emocionarme. Últimamente estaban pasando cosas muy locas. Como yo sacándome notas buenas en la escuela, o como Amanda tratando de tener un coqueteo apreciable o como Nicholas tratando de entender un problema matemático o tratando de realizar una oración decente en Español.
—Okay. Dispara —lo miré con atención, esperando a que escupiera todo.
Su pelo negro caía rebelde por su pálido, pero aceptable, rostro joven combinado con esos ojos azules, tan claros como el agua cristalina. Tenía un cuerpo que haría que cualquier chica gritara de antelación cuando lo viera. Re orgasmeada la pendeja. Digamos un metro con ochenta, casi tirando a ochenta y cinco si no me equivocaba.
Lo conocía desde que me había cambiado de colegio, hacía ya cinco años. Igual que a Amanda. Él era lo que toda chica desearía como primera experiencia sexual, pero -disculpen si me rió- él era un poco cobarde a la hora de intentar algo con una chica.
Reí ante el pensamiento -lo dije, disculpen- haciendo que él me mirara.
—¿Pasa algo? —lo miré y negué con una sonrisa en la cara—. Okey. El sábado, Erick dará una fiesta en un pub —sonrió malignamente.
—No —negué con la cabeza, haciendo que varios de mis mechones golpearan contra su rostro.
—¿Por qué? —ese puchero que me hacía en ese momento era inaceptable.
—Porque uno: Erick me odia, dos: el hijo de puta me vive discriminando porque soy latina, tres... —me detuve para pensar, pero no funcionaba mi cerebro en ese momento. Recurrí a lo básico—. De seguro habrá bebidas alcohólicas, y sabes que tolero tener resaca al otro día —él asintió, recordando el infierno que pasamos después de una fiesta dada en la casa de Amanda.
—Pero... —lo interrumpí.
—Nada de peros, Nicholas —sentencié.
—¡Está bien! —levantó los brazos a la altura de los hombros a modo de disculpa.
Después de eso, se había quedado callado. Raro. Él mismo admitía que no podía estar callado. Suspiré cansada y me volteé hacia él, con la duda marcada en mi rostro.
—¿Ahora qué pasa? —dije yo.
—Que, por si no recuerdas, el sábado es mi cumpleaños —lo notaba nostálgico. ¡La puta madre! Ahora era mi culpa que no quisiera ir a esa jodida fiesta.
—¿No era el veinte? —pregunté. Ni siquiera recordaba que día era ese.
—El sábado en veinte, Mariana —me miró con poca tolerancia.
—Okay, okay. No prometo nada —contesté—. Si mi padre dice que sí, voy, si no... —toqué su hombro y dejé mis labios en una perfecta línea de seriedad actuada— te tendrás que conformar con un pijama de Bob Esponja —ambos nos entramos a reír animadamente.
Parecía que él se tranquilizó por la poca importancia que le daba al tema.
Eso era malo.
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1. Cómo terminar de enamorarse en 7 días - Trilogía 7 días.
Short Story[Ganadora a los Premios Watty en español 2013] ¿Alguna vez te has puesto a pensar de que tal vez... estuviste enamorada desde siempre y nunca te percataste?