CUATRO
La casa de Arlan estaba casi vacía. Las dos chicas que calentaban su cama estos días dormían en la habitación del fondo. En la sala principal, lo único que Nara pudo reconocer fue el piso de piedra, y la calavera de la bestia. Era de día, y no brillaba. La carne se había desprendido del hueso con el tiempo, y ahora era sólo eso. Huesos.
Arlan estaba sentado ante su mesa, desayunando. Eran pocos los que aún venían a pedirle algo, a solicitar un favor, una dádiva, o a buscar un consejo. La Colonia era mucho más rica que antes, pero su declinación era cada vez más notoria. Los ropajes de Arlan, si bien sobrios, habían requerido el trabajo de un mes de dos tejedoras. Las cortinas corredizas, que rodeaban el cráneo para proteger a Arlan de la molesta emanación de luz, sacrificio indispensable para proteger a la aldea de la oscuridad, habían insumido el trabajo de tres tejedoras y una pintora durante casi seis meses.
Las ropas de Nara las había cosido ella misma, y no tenía ninguna posesión en el mundo.
No había entrado nunca a la sala desde que eran jóvenes, y Arlan regresara en estado catatónico de su encuentro con la bestia. Ese enemigo no era más que una molestia ahora, un símbolo de su status olvidado y despreciado como una vieja herida.
Arlan levantó la vista de su plato, sorprendido, y rápidamente su mirada se tornó en desilusión, y algo más. La visión de Nara, allí en ese lugar y tiempo inesperado, le causó confusión. En un primer instante, creyó estar nuevamente ante Delana, su vieja maestra, con su cabello interminable y su mirada paciente. Pero inmediatamente después, creyó reconocer el rostro de Nara, aún atrapado dentro de ese cuerpo de mujer vieja, aún firme pero carente de vigor. La imaginó como ese día en el bosque, su cuerpo desnudo y hermoso, el olor a humedad en la hierba. Pero ese recuerdo estaba teñido por los desplantes que ella le había hecho sufrir, su oposición muda y constante, desgastante como sólo el silencio puede. Como un arroyo, ella había socavado su confianza y su entereza, con cada encuentro, con cada mirada. Ella sabía que su mirada le recordaría a él para siempre su propia debilidad, su falsa fortaleza y sus bravuconadas, y que él sería siempre para ella el mismo niño confiado y petulante de antes.
—¿Qué deseas, Nara? —preguntó él, hastiado de sus recuerdos.
Nara casi sonrió.
—¿Desear? Ésa es tu palabra mágica desde hace demasiado, Arlan. Crees que desear algo es suficiente. Que saber lo que ellos quieren te da control sobre los hombres. Que todos deberíamos desear finas telas o amantes.
—Ciertamente, tú no deseas ni ropas ni amantes, al menos por tu apariencia actual. A menos que, cansada de tu propia desdicha, hayas venido a pedir una de esas cosas.
La mueca de Nara se desdibujó en una expresión vacía y fría.
—No. Lo que yo quiero, tú no podrías darlo, porque lo que yo necesito ya no existe, y a pesar de todos tus poderes y conocimientos, no tienes el poder de dármelo.
—Siempre eres críptica, Nara. Di lo que piensas, o lo que quieres. Soy un hombre mayor, y no tengo necesidad de estos juegos. Me cansa tu insolencia.
Nara se acercó lentamente, bordeando la larga mesa. No bajó la mirada, pero la dirigió hacia las altas ventanas de la sala.
—Hoy desperté con una idea nueva. Por eso sonreí todo el camino hasta aquí.
—¿Una idea nueva? ¿Tuya? Pensé que lo único que hacías era atesorar las viejas, por pura nostalgia, por más que hayan muerto y probado ser innecesarias.

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La Colonia
Science FictionEn la tradición de autores como Ursula LeGuin e Isaac Asimov, esta es la historia de un joven descubriendo algo desconocido para su pueblo: el miedo, y todo el poder contenido en él. La historia de Arlan es una de dolor, triunfo y arrepentimiento...