I. Recuerdos.

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Mi mente voló hacia los recuerdos que tenía con Ignacia. Fue la noche que cambio mi vida. Alonso, era mi padrastro, la mayor parte del día estaba ebrio, tenía unas manos grandes y gordas, con ellas golpeaba a mi madre, yo no tenía la fuerza necesaria para defenderla por lo cual sólo miraba el piso de tierra y abrazaba a mi hermana pequeña, mi hermosa princesa Anaís, solo recuerdo haberla llevado a su habitación, le mire sus ojitos, le seque sus lágrimas y le pedí perdón, besé su frente y la deje. Me tome el tiempo para llegar a donde estaba mi madre, le sangraba su nariz y casi no abría los ojos por lo hinchados que estaban, me acerque hacia la fogata y cogí el recipiente de barro, contenía agua hirviendo y sin pensarlo se lo aventé a Alonso, un grito desesperado me decía que corriera y que no me detuviera, no me di cuenta lo lejos que estaba hasta que tropecé y caí a los pies de una hermosa mujer, nunca antes la había visto, llevaba un vestido largo pero muy sencillo un corsee negro que le quedaba por debajo del busto combinado con una blusa blanca que destaca sus ojos color café claro y para hacer su perfección un cabello ondulado, extendió su mano y sin conocerme me cobijo en sus brazos. Desde aquel día no nos hemos separado en ocho años, con solo quince años de edad, ella se transformó en mi mundo. Al principio no entendía ese escalofrió cuando tomaba mi mano o el rojizo de mis mejillas cuando me miraba fijamente. Recorrimos pueblo tras pueblo, nunca supe lo que realmente buscaba pero no me importaba, todo valía la pena para verle volar, que me cargara en su espalda, pararnos en la copa del árbol más alto del bosque, veíamos el camino que debíamos seguir, sus alas se separaban y el viento flameaba cada parte de su organismo, sus membranas prendían en fuegos que recorrían todo mi cuerpo, haciendo que gozara de una leve excitación por saciar mi sed en sus labios.

Teníamos un cofre hecho a mano con detalles que solo nos representaba a nosotras, guardábamos todos nuestros objetos y pétalos de rosa que algún día nos regalamos, todo lo que podía recordar nuestro pasado, entre ellos encontré una carta de cuando cumplí 18 años. Aquel día fui por leña, al volver la puerta estaba abierta, solté la madera y corrí hacia la cabaña.

-¡Ignacia, llegaste temprano!

Me dirigí hacia ella y bese su mejilla. Peinó mi cabello hacia un lado con sus manos, y besó mi cuello donde hizo descansar un hermoso relicario, no pude decir nada, solo disfrutaba del momento, me sentí tan protegida en sus brazos, sin soltarme me llevo hacia el comedor, me sirvió un pedazo de pastel, era tan reconfortante que olvidaba comer, le mire de reojo y me fije en su boca, al mismo tiempo la mía se secaba, con mi lengua la humedecía muy despacio para que ella no se diera cuenta. Se levantó y camino hacia mí, tomo mi mano y comenzamos a movernos de un lado a otro. Esta vez la sentía distinta, yo estaba hipnotizada y perdida en su mirada que no me di cuenta en el punto de éxtasis que estaba, todo mi universo se reducía a su cuerpo, sus alas tomaron mi ropa por arte de magia, no puse resistencia, me deje llevar por la seducción de sus ojos, en un segundo nuestros labios compartían algo más que palabras. Mi cuerpo desnudo se desvanecía en sus brazos acariciando un placentero deseo de recorrer piel.

Los pasos en la vieja madera me despertó del magnífico sueño, que vacía se sentía la cama sin Ignacia, abrió la puerta despacio, traía con ella una bandeja de plata, con mi desayuno, pero debo admitir que no fue eso lo que me llamo la atención, si no su cuerpo totalmente desnudo, camino lentamente como si el tiempo le perteneciera, se acercó a mi oído.

-Desde hoy, comenzamos una vida juntas.-

No tuve palabras, me sentí tan feliz con lo que habíamos creado, siempre quise saber que era estar enamorada, pero ¿era amor? en realidad no me interesa, solo sé que me siento feliz.

La Locura de DanaeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora