Una lágrima se lanza al precipicio de mi mejilla y con la yema de los dedos la aparto. Cierro el libro y lo guardo en el fondo de la maleta. Me despido con la mirada triste de mi cuarto, cuelgo el abrigo de mi antebrazo y abandono el cuarto.
Hemos tardado alrededor de treinta minutos en llegar al aeropuerto. Edgar le alcanza un billete de cincuenta y dos de diez euros al conductor. Le permite quedarse con el cambio, mientras tanto Melisa y yo recogemos el equipaje del maletero.
Encontrándome a miles de metros de altura, inclino la cabeza a la ventanilla. Las nubes no me conceden alcanzar la vista hacia quién sabe qué se hallaba debajo de nosotros. Me giró hacia Melisa y Edgar. Ella descansa la mandíbula sobre su hombro, mientras entrelazan los dedos. Las ganas de llorar se apoderan de mi organismo. Son felices, y disfrutan de ello. Añoro esa sensación, la del bienestar.
Una hora y media después, una dulce y femenina voz nos obliga a atarnos los cinturones, pues llega la hora de aterrizar. El resto del avión y yo obedecemos. Un cuarto de hora más tarde, cuando me asomo por la ventanilla, por segunda vez en todo el trayecto, me saluda el asfalto del aeropuerto de Barcelona.
Mientras buscamos la salida alzo mi teléfono. La pantalla muestra la aplicación del calendario, con un ocho. ¡Caramba, hoy hace siete años y tres meses! Ahora me cuesta un poco más la respiración, Edgar se da cuenta y se acerca. Con una sonrisa torcida me transmite la calidez que perdura tan solo un par de segundos en mi gélido corazón.
Estamos entre turistas y gente aguardando la llegada de sus familiares y amigos. O parejas. De dos. Sólo dos. Dos... Alzo el dedo índice y el corazón a la vez, cerrando en puño los tres restantes, y me repito una vez más: dos. Parezco una loca. Igual es lo que soy.
Mis pensamientos se interrumpen cuando se acerca un hombre robusto con un cartel con mi apellido escrito, Holandés. Melisa se acerca a él, entregándole la maleta a Edgar.
-Soy Melisa Holandés -se presenta mi hermana-. ¿Viene a por nosotros? -vuelve a preguntar uniendo las manos avergonzada mientras nos señala con la mirada.
-Por supuesto. Mía Holandés debe de ser ella -me sonríe amablemente.
Confiados le seguimos hasta llegar a un Mercedes de color negro brillante. De él sale del asiento piloto un hombre con un gran atractivo africano. Le manda una señal al policía y nos abandona. Abre la puerta trasera y nos abalanzamos Melisa y yo. Edgar se compromete en sentarse a su lado y el conductor se molesta en meter el equipaje en el maletero.
Ni rastro del primer agente, deberá trabajar en el aeropuerto.
-Qué tal el viaje? -tiene una voz gruesa.
-Tranquilo -admite Edgar-. Pensé que tardaríamos más.
Continúan hablando sobre el trayecto. Suspiro. Ahora hablan del tiempo en Barcelona. Y ahora de Melilla. Melisa se incorpora en la conversación cuando vuelven a hablar de Barcelona. No puedo evitar volver a suspirar.
La una y cuarenta y dos minutos. El conductor, que ahora recibe el nombre de Ali, se para en frente de un edificio alojado en un campo lleno de vegetación. Flores. Tienen un color agradable. Pero son inodoras.
Bajamos olvidando el equipaje. A medida que nos acercamos al edificio voy analizando las letras metálicas que cuelgan de su fachada, «Hospital Psiquiátrico Santa harmonía». Quiero quitarme las bailarinas que me impedirán correr cómodamente y salir pitando, pero el hombre que conducía está detrás de mí, controlándome, como si supiera mis intenciones.
Una puerta hecha de vidrio transporta al interior del infierno. Una mesa de recepción de color azul metálico se encuentra en el lateral de la acogida sala. Se alza una joven, con el pelo recogido en un moño chino detrás de la oreja.
-¡Bienvenidos! -entona, y después nos sonríe.
-Gracias -dice Melisa.
-Hola -dice Edgar cuando acaba Melisa.
Se acerca el conductor, se planta delante del escritorio y le dice a la recepcionista sin apartar la vista de nosotros:
-Mía Holandés.
Ella asiente y nos vuelve a mirar.
-Te hemos estado esperando, Mía -miente-, qué ilusión, ¿eh?-continúa mintiendo-. Ahora vendrá una compañera a por ti, ¿quieres?
Asiento sin realmente querer.
-Y respecto a ustedes, tienen una sala en un hotel a unos kilómetros de aquí. Antes de ir a alojarse tendrían que confirmarnos sus números, por si necesitamos algo.
Observo dubitativa toda la sala, las miradas que comparten, sus palabras, y los silencios. Pero nadie me observa a mí. Se empeñan en que cambie, pero no se molestan en que lo haga. Tan solo juzgan mi manera de superarlo. Meteos en mi cuerpo, les digo en silencio, si lo conseguís, dejaré que os apoderéis de mí, les prometo.
Me obligan a sentarme en un sofá a unos metros de ellos, Melisa me lo pide por favor. Una mujer ha venido a verlos. Ahora han entrado a una habitación y han cerrado la puerta. La recepcionista me sonríe. Sigue mintiendo.
Estoy en un hospital psiquiátrico. Y cada vez más lejos de la verdad.
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La Mía verdad. #Wattys 2016
Teen FictionMía Holandés. Como cualquier otra persona, yo también tengo un pasado. No intento huir, sino comprenderlo. Por ello me pasan un seguido de cosas que no logro controlar. Pero, ¿y si cuando me ingresan Ale Santander logra que todo cobre un sentido? Pu...