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—Me encanta la algarabía que tienen.
Carmen y María apartaron las miradas de sus respectivos móviles. Hasta ese momento, se habían limitado a enviarse SMS en donde cotilleaban acerca de los chicos que les molaban, no iban a contarle a la señora Ramírez lo ardiente que las ponía Javier, ¿verdad?
—Déjalas, querida, así es la juventud de ahora —comentó el padre de María.
—En serio, niñas, se les van a deformar los dedos de tanto teclear.
—En realidad no, mamá —se atrevió a decir María—. Los móviles ahora son touch, ¿recuerdas? Con eso sólo usamos un dedo para escribir.
Su madre bufó.
—Hazte la simpática.
—Yo siempre, mami.
La mujer puso los ojos en blanco y se cruzó de brazos. No obstante, se abstuvo de sermonear a las chicas, sabiendo de sobra que les entraría por un oído y les saldría por el otro.
Por su parte, María aprovechó para mirar a través de la ventana. Todos los veranos eran lo mismo, desde que tenía cinco años de edad: a sus padres les gustaba pasar las vacaciones en un bosque alejado de la civilización, y para que María no se aburriese, le permitían invitar a su mejor amiga, Carmen. A diferencia suya, María tenía el cabello castaño claro y los ojos verdes, mientras que su amiga, poseía una cabellera oscura cual ala de cuervo, en contraste con una faz en forma de corazón que le daba un aire adorable.
—Hey, ¿no es esa la señora Robledo?
Las dos chicas alzaron el cuello con disimulo. Más adelante, un taxi se aproximaba con un traqueteo, y en el asiento del copiloto, efectivamente, se veía a la persona mencionada por el padre de María. La señora Robledo era una anciana, a la que Carmen y María se la pasaban calculándole la edad, ya que desde que la conocían, conservaba la misma apariencia encorvada, el pelo blanco sujeto en un moño muy apretado y el rostro cubierto de arrugas. También, desde que recordaban, la mujer había vivido en el mismo lugar, a una mediana distancia de la casa en donde ellos solían quedarse.
—Sí, es ella —la mamá de María parpadeó, asombrada—. Parece que se va de viaje.
El padre de María hizo sonar el claxon, con lo cual, el taxi se detuvo a la par de ellos. Tanto María como Carmen evitaron cruzarse con los ojos de la mujer, tan negros e intensos que temían que si las miraba por mucho tiempo, les haría un agujero en la frente.
—Buenas tardes, señora Robledo —saludó la madre de María con una amable sonrisa—, qué gusto verla, ¿cómo ha estado?
—Muy bien, querida —la anciana le regresó el gesto—. Aunque me temo que estas vacaciones no podré ir a cenar con vosotros, mi nieta me ha invitado a pasar el mes con ella.
—Oh... no sabía que tuviese nietos.
"Y yo no puedo creer que tenga hijos" (1), le comentó Carmen a María por SMS. La castaña apenas y pudo aguantar una carcajada.
—Sí, es mi única nietecita, hace unas semanas cumplió ocho años.
"Pobre criatura", tecleó María, su amiga soltó una risita por lo bajo, ganándose una mirada de advertencia por parte del padre; no necesitaba leer los mensajes de esas dos para adivinar lo que se secreteaban.
—Pero qué adorable —respondió la madre de María con sincera ternura—, le deseo entonces que lo pase muy bien con su pequeña.
—Ya lo creo que sí —asintió—, de hecho, le he conseguido un par de muñecas que casi parecen reales, seguro que le encantan.
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Bonsái
Terror¿Has escuchado la expresión que dice: «la curiosidad mató al gato»? Pues aquí es al revés, porque vuestra curiosidad lo ha devuelto a la vida.