CAPITULO 13

3.5K 244 3
                                    

Hacía una noche espléndida y, además, comimos en una te-
rraza donde había mucha más gente, para mí desconocida, para
él no, porque aprecié que lo saludaban muchos al pasar o al en-
trar, y también es cierto que, de refilón, me miraban a mí como
preguntándose de dónde habría sacado el profesor una joven
como yo.
En la terraza había luces muy tenues y, en cada mesa, dos
velas. Muy intimista. La comida, exquisita, aunque muy de co-
cina técnica, y el champán, Carlos lo pidió francés.
Nos hallábamos en la mesa con las dos copas delante, la bo-
tella en un recipiente, envuelta en un paño, y fumando ambos
sendos cigarrillos.
-Cásate conmigo -dijo Carlos de sopetón, sin dejar de
sonreír de aquella manera sardónica, mezcla de guasa y de inte-
rés-. Es la primera vez que pido semejante cosa a una mujer,
pero es bien cierto que lo hago de corazón. Es decir, con deseos
de detenerme al fin, de poseer un hogar con compañía. Ade-
más...
-¿Por qué no te callas? Cambia de tema.
No le dio la gana.
-Escucha, mientras vivió mi madre no noté para nada mi
soledad. Muerta ella y cuando el dolor se fue apaciguando, pen-
sé que necesitaba compañía. Pero no quería una compañía cual quiera. No fuera a ser que, por cubrir un hueco, tapara el mío
propio o me topara con una lagarta. Yo soy desconfiado. Me
daba miedo encontrar pareja y que ésa no correspondiera a mis
gustos más profundos. Eso de fracasar en el matrimonio tiene
que resultar desolador.
-Yo no me caso, Carlos. No es mi tema. No me lo he plan-
teado nunca. El mismo día que a los dieciséis años salí de aquí,
supe ya que me costaría horrores casarme, aun teniendo con
quién.
-¿Has tenido muchos después de dejar la villa?
-Pienso que ya hablamos de eso, ¿no?
-Es decir, no has tenido más relación sexual.
-Ninguna más.
-¿Y por qué? Yo siempre consideré que, cuando se empie-
zan a conocer ciertos aspectos de la vida, no se renuncia a ellos.
-Si son placenteros, seguramente que no.
-Y lo tuyo de novia no lo fue.
-No.
-Pero hiciste el amor con ese botarate de David y, encima,
te engendró un hijo que no se merece, es la pura verdad.
-Cuando tienes dieciséis años, lo único que te interesa son
dos cosas, muy diferentes la una de la otra. Estudiar y tener no-
vio, la tercera suele venir por sí sola. Que luego te guste o no, ya
es otra cosa.
-Según oigo rumorear, el asunto, el verdadero asunto que se
supo en la villa cuando regresaste con el crío, no gustó a la gente
en general. Pocos amigos les han quedado a los Perol y, lo que es
más curioso, se dice por ahí que tus padres tendrán que cerrar la
tienda, que tiene más de dos siglos, ya que ha ido pasando de
padres a hijos, porque no tienen casi clientes.
-Hay situaciones humanas que se juzgan severamente. Es
muy duro que unos padres echen de casa a su única hija por ocul-
tar una leve vergüenza y, encima, estén dispuestos a pagarle el
viaje a Londres para que aborte. El mundo, Carlos, está lleno de
hipocresía, porque, si alguien hace obras de caridad en este pue-
blo, es mi madre.
-Era, era, porque parece ser que ahora sus amigas no la
acompañan y han hecho otro grupo para esos menesteres.
Me alcé de hombros.
No me conmovía en absoluto lo que les sucediera a los Pe-
rol, padres de David, o a los míos.
No soy rencorosa, pero, con respecto a mi vida y todo lo
que yo sufrí en solitario, tiene una repercusión eterna. Incluso
puedo hablar con ellos tranquilamente, pero amarlos o ser afec-
tuosa con ellos dudaba que lo llegara a ser. Y si había vuelto,
había sido por demostrar que, aun sin su ayuda, estaba allí, con
el hijo sano y fuerte y convertida en una médico.
Carlos me miraba fijamente. Tenía una mano sobre la mía y,
de súbito, asió mis dedos y me los apretó.
-Oye, piénsalo. Estoy deseando formar una familia. Pienso
que la estoy necesitando mucho, y Kike, para mí, es ya como un
amigo, como un hijo. Me ha caído bien.
Yo hice un gesto vago sin responder.
-Oye, Sandra, debo añadir que me has gustado desde el
primer día que te vi. Te deseé enseguida. Ya sabes, de esas mani-
festaciones se pasa rápidamente a los sentimientos. No estoy
hablando sólo de atracciones físicas, que confieso existen en mí
al menos, hablo, además, de sentimientos, de afectos profundos,
de necesidades espirituales.
-Es la novedad, Carlos.
Me apretó más la mano.
-No me digas eso, porque me ofendes. Yo no digo que te
cases mañana, pero sí que tengamos una relación amistosa o pa-
sional. Sexual...
-No me tientes, Carlos. No me gusta salirme de mi equili-
brio. No me quiero complicar la vida. No quiero problemas.
-Fíjate cómo son las cosas. No te pido ni siquiera corres-
pondencia. Pero sí que me permitas cortejarte. Oye, que no soy
un crío. He tenido muchos líos amorosos y hasta alguna aman-
te. No se saben cosas así de mí, porque soy discreto y porque mi
profesión me prohíbe una vida libidinosa, pero soy un tipo que
necesita mujer. -Y has tardado treinta y siete años en buscarla.
-En eso te equivocas. -Me hablaba quedamente, inclinado
sobre la mesa-. La vengo buscando desde que falleció mi ma-
dre. Cuando compré el derecho de un tío al caserón y él, gusto-
so, me cedió su parte familiar, y monté el colegio en mi vieja
casa, como ya has visto, lo hice pensando en el futuro. He naci-
do aquí y aquí quiero morir. Pienso que hubo en este pueblo
grande más de seis generaciones de mis gentes. Yo seré uno más
y quiero tener hijos propios, aunque está claro que me encanta-
rá adoptar a Kike.
Rescaté mis dedos.
Yo vivía feliz con Kike. Ganaba mucho dinero, porque tenía
muchas cartillas y trabajo particular, liarme ahora con proble-
mas, aunque fueran placenteros, no entraba en mis cálculos. Me
costaba mucho y se lo dije así:
-No tengo deseo alguno de marido, de cambiar de estado,
de la pesadilla de depender de un hombre, cuando yo sola he con-
seguido el mayor equilibrio.
-Pero como mujer...
-Es distinto.
-¿Distinto en qué sentido?
-A veces, yo también me encuentro sola.
-Oye, podemos hacer un pacto.
Y como callaba, yo pregunté:
-¿Como cuál?
-Empezar una relación sin compromiso. Si nos gustamos
tanto, si nos deseamos tanto, si al fin necesitamos vivir juntos,
compartirlo todo, nos casamos. Pero si no sucede nada de eso y
la relación nos parece aceptable y nos encanta...
-No nos casamos y nos hacemos amantes.
-Lo consideras así.
-¿Lo de amantes?
-Sí.
-No.
-Pues no te entiendo.
-Verás -dije yo, muy en mi sitio y sin ofenderme, porque sabía que era una conversación normal entre un hombre y una
mujer-, yo no me consideraré nunca amante de nadie. Y tú, lógi-
camente, tampoco serás amante o, si lo somos, lo somos por igual.
Quiero decir que, en mi relación con un hombre, si llega a existir,
no me consideraré ni más vejada ni menos poderosa. Comparti-
mos algo que nos gusta y en paz. A mí, eso de amante me parece
una ridiculez. En cambio, amantes me parece natural.
-Eres una feminista de cuidado.
-No sé lo que eres tú.
-Igual. Pienso exactamente como tú piensas. Hay amantes,
pero no amante a secas. Esa postura es la que te propongo.
Regresábamos en auto y no habíamos llegado a un consenso.
Estaba claro que yo no me deseaba complicar la vida, y esta-
ba claro, asimismo, que Carlos intentaba complicar la suya hasta
el mismo pelo, que, por cierto, al ir desapareciendo la gomina
con el rocío de la noche, se le alborotaba y estaba más atractivo.
Lo era mucho.
Cuando llegamos a la villa, había que pasar por su palacete
antes de llegar a mi casa. Aminoró la marcha.
-Podemos entrar a tomar una copa en el porche.
-Carlos -dije yo con mucha paciencia-, tengo que pen-
sar en todo lo que me has propuesto. No ha sido nada desca-
bellado, pero yo formo parte de ese dúo. Y no me entrego así co-
mo así.
Noté que él estaba muy excitado.
Recordé también aquel beso que saboreé con él.
Temía que detuviera el auto y me tocara. Porque, si no te
tocan, puedes ir pasando. Pero si, de repente, sientes, en una
noche así, donde el champán, además, había hecho de las suyas,
no sabes ya qué hacer.
-No -dije, adivinando su intención.
Pero Carlos no dijo palabra, aunque, lógicamente, era de su-
poner que detendría el auto ante su casa y, además, no sé dónde
tocó, porque el portón se empezó a levantar y el coche pasó por debajo. Oí después el chirrido del portón al caer y cerrarse her-
méticamente.
Detuvo el auto allí mismo y se volvió hacia mí. Tenía los ojos
muy brillantes y los labios entreabiertos.
Supe que no me iba a pedir descender del auto, pero sí que me
iba a besar como aquella otra vez, que me puso muy excitada.
Prefería volverme a casa así, serena o sosegada. Y es que, además,
a tales alturas, ya sabía que, cuando Carlos me tocaba, yo me es-
tremecía de pies a cabeza, como si me poseyera.
Así me atraía.
Porque yo podía negar muchas cosas, pero, evidentemente, no
aquella de la atracción que Carlos, virilmente, ejercía sobre mí.
Tampoco me consideraba débil y, por supuesto, huía de parecerlo.
Pero Carlos, como aquella otra vez, no me pidió permiso.
Puso su mano abierta en mi nuca y me atrajo hacia él. Tomó mi
boca en la suya. Obviamente, lo hacía con un cuidado insinuan-
te, morboso, villano para mi serenidad. Lo hacía con un erotis-
mo tierno, que es el más cruel de los erotismos, porque es el que
más cala y el que más te quita el sentido.
Me besó despacio, muy despacio y, a la vez, mientras una
mano seguía asiendo mi nuca con un cuidado enervante, con la
otra deslizaba sus dedos por mi escote.
Fue ya el fuego abrasador.
No lo pude evitar.
Me apreté contra él.
Por unos momentos le dejé hacer lo que quiso y lo peor de
todo fue que lo compartí. Se diría que me había convencido. Y
pienso que si Carlos hubiese querido, sí, pero cuando me separó
un poco para mirarme y me preguntó:
-¿Vamos a casa?
Yo dije con desesperación:
-No.
-Y, si te convenzo, mañana me lo reprocharás.
-Sí.
-Pero no te ha bastado lo que acaba de ocurrir.
-No quiero que me baste.

VOTEN Y COMENTEN POR FAVOR!!!!!!!!!

El RegresoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora