Era otoño.
De vuelta en casa, sus amigas y amigos, estarían disfrutando de la fresca brisa de la mañana, esa que viene de la costa; del sol, y la suave arena caliente. O, tal vez, algunos vacacionaran en tierras extrañas y exóticas, imaginando que a su regreso ella seguiría ahí, como siempre. No le habló a nadie sobre la mudanza. ¿Cómo podía hacerlo, si el celoso espíritu veraniego le llamaba, tal vez por última vez?
Saliendo del avión, esperando en un banco de color blanco que le lastimaba las piernas bajo la falda, se dio cuenta de la brisa helada que la rodeaba y se le metía en la piel.
Solo quiero que termine esto, se dijo. Pero lamentablemente, instantáneamente después se dio cuenta de que nunca terminaría.
El miedo y la incertidumbre quemaban, muy lentamente, como el fuego al papel del periódico, su tierno esófago en el momento en que papá giró el volante, y entró a una calle limpia y muy bonita, con casas idénticas entre sí. Lo único que las hacía diferentes entre sí era la forma recortada en el arbusto del jardín.
El auto paró lentamente frente a una casita rosada con un arbusto en forma de conejo.
Papá salió. Marie se acercó a la ventanilla, y esto fue lo que vio: Horacio, su padre, cruzó el jardín y llegó a la puerta, todo sonrisas; del bolsillo trasero de su pantalón de pana, sacó las llaves y abrió. Después de abrir, metió la cabeza para cerciorarse del orden silencioso que corresponde a las construcciones deshabitadas. Como todo estuvo en orden, volteo el rostro e hizo una seña afirmativa hacia su mujer.
A continuación, Mamá habló fuerte y claro:
-Todo bien. ¡Hora de entrar!
Entrar. Hora de entrar. Hora de irnos. Hora de subir al auto. Hora de bajar del avión. Hora... hora de...
Marie no lograba comprender la razón de que Mamá le hablara como a una niña pequeña. O tal vez lo comprendía, y no le gustaba. ¿Qué acaso no era eso lo que se solía hacer ante los corazones irremediablemente rotos? ¿Tratar de enseñarles como a una criatura nueva, como a una crisálida seca próxima a ser mariposa? Ella tenía el corazón roto.
Salió del auto, y cruzo el jardín, rodeo a su padre, que se encontraba en el marco de la puerta, y se consternó al ver todas las cosas en su lugar.
Casi podía recordar la imagen de los muebles en su anterior hogar. En aquel entonces, todo parecía delicado, sencillo, iluminado y lleno de ese algo que solo puede tener tu hogar. Todo parecía estar en el lugar al que había sido destinado a estar.
Pero ahora, todo era lo mismo. Eran los mismos sillones, las mismas sillas, los mismos aparatos, los mismos cuadros, todo era igual, tan familiar; pero parecía una nueva especie de la misma orden, era tan diferente, tan ajeno a la misma vez.
Tal vez, todas las cosas son diferentes, dependiendo de donde se les mire, pensó. O de quien las mire. A madre y padre puede no parecerles importante, o pueden no notarlo.
Dejando en el reducido suelo todos los empaques, se decidió esperar al día siguiente para desempacar. Sin embargo, no tenia nada que hacer: ni siquiera llevaba mas de diez horas en el país, no conocía a nadie, y le aterraba pensar siquiera en pedir a sus padres un paseo.
¿Que haría? ¿Dormir un poco, tal vez? Pero ¿En la cama desnuda? ¿Valdría la pena desembolsar las sabanas para un sueño intranquilo? Tal vez...
-Madre, saldré al patio -dijo, saliendo al aire frió.
La hierba era suave, como aquella que suele aparecer en películas americanas ambientadas en un hermoso campo salvaje. Pero, ahora que podía apreciar con atención, todo el lugar parecía provenir de una película con influencias kitsch, o bien salida de la alucinación de alguna mujer remilgada y elegante. Por un momento, trató de pensar en razones por las que sus padres (aparentemente muy progresistas) decidieran mudarse a un lugar tan soso, de todos los que pudieran haber escogido del país. Pero estaba perdiendo el tiempo. Se sentó, sintiendo frescura en la piel de las pantorrillas debido al roció, y abrió su libro. No era como que fuera a leerlo.
Recordaba tener el libro durante gran parte de su vida, o por lo menos, desde que tenia conciencia. Era un libro para niños, solamente con imágenes, pero muy bien acabado. No existían palabras, ni una sola, en todas las paginas, y Marie lo consideraba mas especial por ello; como si las imágenes anunciaran que no necesitaban una explicación para que las sintieras.
Pero sin duda, lo que hacia que conservara el libro por sobre todas aquellas cosas, era que siempre tenia algo diferente que decirle: como aquella hermosa sensación de saberte mas maduro cada vez que volteas a observar una pintura que al principio creías hablaba de perros jugando poker, pero después te das cuenta es una sátira, y solo después piensas en el verdadero trasfondo, de la naturaleza caótica del ser humano en ella; pero a pesar de ello, la pintura no deja de representar a una jauría jugando poker.
El libro (que era relativamente corto), retrataba a un conejo pequeño, que salia cada mañana a buscar moras al prado, y en su camino se encontraba siempre con las mismas criaturas -un oso, un cuervo, una cierva y un renacuajo-. En cierto día, el conejo, sin percatarse de ello, no encuentra a sus amigos en el camino, y cuando llega al prado, solo conoce a un conejo mayor, visiblemente parecido a el, que recolecta las moras que han quedado. En la ultima imagen, la canastilla de moras se encuentra vacía en medio del bosque.
Vaya que parece una pieza filosófica tremendamente mal dirigida.
Y con ese pensamiento, callo en la cuenta de que leer no la confortaría.
Después de media hora de escuchar el viento que comenzaba a arreciar, decidió regresar a casa y desembalar sus cajas.
a/n: Necesito urgentemente un beta. Si alguien gusta ayudar, puede mandarme mensaje al buzón. Gracias por leer :)
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Marie y las hojas secas de José.
Roman pour AdolescentsEra un lugar oscuro. De la rejilla entraba un diminuto haz, que poco a poco fue creciendo, hasta iluminar lo que algún día tuvo vida. Ese fue el día en que Marie conoció a Jose. Portada por @SparkyPowerful.