2-El misterioso compañero de clase

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De vuelta a casa iba pensando en lo genial que iba a ser la fiesta de Ángela. Podría estrenar ese vestido negro tan sexy que llevaba guardando para una ocasión especial. Estaba deseándolo.

Una ráfaga fuerte de aire me sacó de mis pensamientos. Tuve que bajar el paraguas para colocarlo en frente de mí y así evitar que saliera volando. Mi cabello se agitó por todos lados y yo cerré los ojos, maldiciendo. Cuando el viento cesó, subí el paraguas y miré hacia abajo. Me había empapado. Suspiré y al levantar la mirada me sobresalté, retrocediendo por instinto. Delante de mí había una figura, alta y encapuchada. No estaba ni a dos metros de distancia. Ni siquiera lo había visto venir. Es más, juraría que estaba completamente sola en esa calle. Me llevé la mano libre al corazón, calmando mis pulsaciones.

-Lo siento, no le vi venir.-me disculpé, intentando disimular mi anterior sobresalto.

No me contestó. No conseguía verle el rostro y eso empezó a darme algo de miedo. ¿Un ladrón? ¿Un atracador? ¿Un secuestrador? Mientras miles de posibilidades asomaban por mi mente, comencé a andar en dirección a mi casa, pasando por el lado de esa persona encapuchada. No me dio tiempo ni a pestañear. Sentí una presión en el brazo y cuando me giré, contemplé una amplia mano apresándome. Probablemente se trataba de un hombre. El corazón me dio un vuelco.

-Disculpe, tengo prisa. Suélteme por favor. –La voz me tembló y lo lamenté. No quería mostrar miedo, pero era imposible no tenerlo.

No funcionó. La fuerza aumentó y el paraguas se me cayó de la otra mano, dejando que el torrente de lluvia salpicara mi rostro. Hice fuerza con la otra mano para intentar aflojar la presión de los dedos del desconocido. El hombre ni se inmutaba, ni siquiera se quejó cuando le clavé las uñas con todas mis fuerzas. Pensé en gritar, pero su voz me interrumpió antes de que pudiera hacerlo.

-Dámela. –fue lo único que dijo.

  Las palabras se me atragantaron en la garganta de tan rápido que querían salir.

-¿La cartera? ¡No la llevo encima! ¡Se lo juro! ¡Por favor, déjeme marchar! –utilicé todas mis fuerzas para soltarme, desesperada porque no había nadie que pudiese ayudarme. Intenté gritar pero al ver mis intenciones me tapó la boca con su otra mano, pegándome así contra su cuerpo. Sentí frío, mucho frío. Me resistí, pero era inútil, podía conmigo. Su mano desprendía un fuerte olor a naranja, como si se acabase de comer una. Me escocieron los ojos cuando el olor llegó hasta ellos. Los cerré, impidiendo que las lágrimas afloraran.

-La piedra –susurró contra mi oído, haciendo mayor presión en el brazo. Sentía como se dificultaba la circulación de sangre por esa zona. Gemí, entreabriendo los ojos. No tenía ni idea de a qué se refería.-Sé que la tienes tú. Sé buena chica y dámela.

Negué con la cabeza, queriendo decirle que no tenía ninguna piedra. Que se había equivocado de persona. Me dolía allí donde me sujetaba, pensando que si hacía más fuerza podría incluso romperme los huesos. Le propiné patadas en la espinilla, codazos en el estómago y nada. Mis manos se mancharon de sangre suya, procedente de la mano que me tapaba la boca. Le había rajado la piel de tantos arañazos. Y nada. Parecía no sentir dolor. Y yo, me puse en lo peor cuando él dejó de apresarme el brazo para llevar a cabo otra acción.

De repente, le sentí estremecerse. Dijo algo en mi oído que no conseguí entender y me soltó. Tragué una buena bocanada de aire por la boca y me abalancé hacia delante, separándome de aquel hombre. Me costó mantener el equilibrio y casi me di de bruces contra el suelo. Tuve la valentía de girarme hacia atrás. No debí haberlo hecho. El joven encapuchado se desplomó en el suelo con un puñal atravesándole la espalda. A sus pies se alzaba otra figura. Levanté aún más la cabeza y me quedé atrapada en su mirada helada. Iba completamente vestido de negro. Zapatos, pantalones ajustados y camiseta negra de tirantes, lo que dejaba a ver sus musculados brazos. Su cabello negro chorreaba agua y se le pegaba en la frente. Parecía totalmente tranquilo, como si matar a alguien fuese algo que hiciese todos los días. Eso sí, no apartaba su mirada de la mía. Negué con la cabeza, atemorizada. La sangre se deslizaba sigilosa por el suelo, mezclándose con la lluvia y el barro. No sabía qué hacer ni qué decir. Las piernas no me obedecían. Aguanté la mirada Bruno,  mi asocial compañero de clase, durante unos segundos que parecieron eternos. Los suficientes para reunir valor y echar a correr.

Mientras tú sigas conmigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora