4- Necesidades

5 1 1
                                    


Los días siguientes fueron prácticamente una tortura. No había ni que decir, que Bruno me acompañaba a todos lados. Repito. A todos los lados.

En el instituto no se hablaba de otra cosa. Mis amigas estaban desconcertadas. Bruno seguía siendo el mismo antisocial que todos conocían, pero con el pequeño detalle de que lo llevaba pegado a mí como una lapa. No hablábamos casi. Apenas abría la boca alguna vez cuando le rogaba que me dejase un poco de intimidad con mis amigas, que por cierto, tan sólo conseguía que se alejase un par de metros más de lo habitual.

La situación empezaba a incomodarme.

Las chicas se habían tragado el rollo de "es un amigo muy tímido y no tiene a nadie más ", pero tuve que insistir mucho y soltar una sarta de mentiras. Me tomaban el pelo con las típicas bromas de que le gustaba a él y bla bla bla. Ay, si ellas supieran.

Macarena fue la que peor lo llevó. La notaba rara conmigo, con una clara envidia. Si hay algo que caracterice a Maca, es que su cara lo expresa todo. Pero yo no tenía la culpa. Entre Bruno y yo no había nada. Ni siquiera atracción. Le odiaba y él a mí también, sin duda. Sin embargo, ella había intentado un par de veces entablar conversación con él, sin mucho éxito, por lo que el pequeño enfado no hacía más que aumentar.

En mi casa, la cosa no cambiaba mucho. Él y sus ridículos poderes no habían hecho más que asustarme, ya que aparecía y desaparecía donde le daba la real gana. Al menos, mis sustos le arrancaban algunas sonrisas y eso era lo único que recibía de él. Por las noches, se sentaba en la pared de mi cuarto y se dormía allí, sentado. Ni siquiera aceptaba un cojín que le ofrecía cada noche. ¿Cómo había llegado a aquella situación? La frase de "quieren matarte" martilleaba en mi cabeza como el tic tac de un reloj. Sí, estaba terriblemente asustada. Eso, y la estúpida piedra que supuestamente poseía me habían llevado a aceptar aquella crisis de mi vida.

—Buenas noches. – murmuré dejándome caer en la cama, tras dejar escapar el último suspiro del día.

Cuando giré la cabeza él ya estaba en su sitio, con los ojos cerrados. La luz de la luna se colaba por la ventana y le arrancaba destellos de su brillante cabello negro. Había que admitir que era guapísimo, más ahora que me detenía a observarlo con detalle.

Desvié la mirada, quitándome aquellos pensamientos de la mente. Llevábamos cuatro días sin hablar del tema que a mí me interesaba, y claro está, mi paciencia tenía un límite.

—Bruno —le llamé, volviendo a mirarle. —Admítelo. Aquí ha habido un error. Yo no tengo esa piedra que buscas, si no, te la hubiera dado y hubiéramos acabado con este asunto. —Hice una pausa, pero él ni se inmutaba— Estoy harta de que me sigas a todos lados. No eres mi guardaespaldas y como chica que soy necesito una pizca de intimidad que tú, precisamente, no me dejas tener.

Me mantuve en silencio durante largos segundos, pero él ni si quiera se limitó a abrir los ojos. Parecía dormido. ¿Me estaba ignorando?

— ¡Bruno por favor! —podía gritar lo que quisiese, ya que no había nadie en casa. Era hija única y mis padres trabajaban en una ciudad cercana y llegarían tarde. Eran empresarios en una empresa muy importante, o eso decían ellos. Yo siempre estaba sola.

Me levanté de la cama y decidida caminé hasta él, descalza. Hice el bastante ruido como para darse cuenta de que me estaba moviendo, pero ni con esas abrió los ojos. Me dejé caer delante de él, ocultándole de la claridad que la luna ofrecía sobre él. El sonido de mis rodillas al caer contra la madera del suelo le hizo fruncir el ceño. Por fin veía una reacción en su rostro. Respiré hondo antes de hablar.

Mientras tú sigas conmigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora