Sopa fría

256 22 13
                                    

Sopa fría

Había una vaca muerta al lado del camino. Completamente deshilachada y sin tórax. Lo único que brindaba el indicio de que se trataba, efectivamente, de una vaca, era esa lengua titánica y violácea que sobresalía por un extremo de la boca mutilada. Una lengua tan impresionante, resignándose por el resto de su vida bobalicona a comer pasto. 

Bhükha se dio cuenta al instante: esa vaca no había encontrado la muerte por un mero asunto de inanición. Su carne estaba allí, toda allí, en ese lío de lianas de piel y mechones de grasa desperdigados entre los huesos rallados y partidos. Semejante mutilación había sido obra de un hereje insensato, y era algo que Bhükha –quizá por el inusitado respeto que les había cogido a esas bestias después de convivir tantos siglos entre los indios– no iba a tolerar bajo ningún concepto.

Allí, viendo esa carnicería, supo que en el Norte la gente era mucho más cruel que en ninguna otra latitud del mundo.

x

El ferrocarril contaba con una maquinaria impecable, y Bhükha sentía que estaba en otro mundo. Se encontraba maravillado, rodeado de semejante evolución industrial, y aun así, enfermo. Seres tan banales como para no ser más que carne y hueso eran capaces de crear. De hacer avances tales que serían estudiados por las generaciones futuras como el inicio de un ciclo que revolucionaría la humanidad. Seres de vísceras, que en apenas unas seis décadas de estancia en el universo, tenían la capacidad de hacer cosas que perduraran. 

Bhükha no podía crear nada. El hambre no se creaba. Constantemente se transformaba y transportaba entre el Círculo de vida. No se destruía, tampoco. Bhükha era el celador de una prisión vacía, y que aun así debía vigilar por el resto de su existencia.

Un niño lo estaba viendo. 

No mirando, sino viendo, como si supiera quien era. Como si no se tragara el rollo de ese cuerpo humano y temporal. Bhükha no se mosqueó. Aquellos ojos eran inquietantes, sí, pero él sabía que su aspecto era perfectamente aceptable: había adoptado el cuerpo de un honorable arqueólogo que buscaba quién sabe qué en la base del Himalaya. Era un poco desgarbado y tenía una nariz respingada, pero llevaba puesta una piel tan blanca como la leche, y eso le había bastado para tomar la decisión; hacía ya cincuenta años que conservaba ese aspecto inamovible, y no albergaba grandes reproches.

Sin embargo, el muchacho continuó inspeccionándolo. Esos ojos eran de un verde glorioso, y el cabello platino era digno de admiración. Un espécimen como aquel dejaba sin arsenal a los bobalicones niños del Sur, con ese pelo de petróleo y los dientes chuecos...

Hasta que hipó. Un hipo fuerte y soso; indistinguible en la masa humana que atravesaba el transcontinental, sino fuera porque Bhükha había oído una réplica exacta una noche atrás. 

Se levantó de su asiento, sintiendo que esos rasgos tan hermosos se iban rasgando para adquirir un rostro abominable y bestial. Comenzó a andar por el pasillo hacia el vagón más próximo. Los pasos del niño repiqueteaban detrás suyo, pero siguió sin mosquearse; con tanta gente alrededor, con tantos pequeños con los ojitos claros y los dientes afilados como cuchillas, no era buena idea sucumbir ante el pánico. No existía asiento que no estuviera ocupado por uno de esos niños -que claramente no eran simples niños- y el corredor era interminable.

Bhükha pensó entonces que el diablo debía tener los ojos azules.

Llegó a la puerta corrediza y la abatió con desesperación. El hipo se conglomeraba detrás suyo como una sentencia de muerte. De castigo eterno. 

BhükhaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora