Bocadito

317 28 5
                                    

Bocadito

Tic.

Los platillos de la balanza se quejaban. El sol se ponía.

Tic. 

Los dedos, impasibles, seguían golpeando. Las túnicas más viejas se perdían entre los pastizales.

Tic. Su boca estaba impaciente. El más pequeño tenía hipo.

Tac. Ya no iba a esperar más.

Imitó un hipido. Grotesco, irónico. Fúnebre y letal. Empezó a avanzar. Entonces, la onomatopeya provino de todos lados, hasta alojarse como un latido entre las tripas de su corderito. 

Percibió el dolor en el estómago del niño. Ese que alerta sobre algo que indefectiblemente significará pérdida. Lo miraba, todavía con el mortero en las manos. Inmóvil. Quien lo observaba en respuesta, disfrutó esos instantes de tiempo muerto. Tiempo fugitivo que detiene toda elucubración y machacan cualquier justificación coherente. Esos segundos traidores que bombean desesperación urgente mezclada con sangre desorientada. 

Semejante frenesí y revolución para acabar anclado como una cruz.

Pobrecillo, pensó Bhükha, su corderito era víctima de un acceso de adrenalina en la boca de los intestinos, y tragar suponía una tarea titánica; solo el hipo trascendía. Resonaba como un grito de batalla involuntario, que a duras penas, trataba de engullir y hacer desaparecer. 

El niño hipó otra vez: estaba que reventaba. La grasa se resbalaba desde los labios como una cascada, hasta acabar en unas ancas prominentes en las caderas, y salpicando las piernitas morenas con algunos chorros significativos. A juzgar por los berridos, su corderito se había atiborrado hacía poco. Arroz, claro. Siempre con arroz.

La noche ya estaba instalada cuando Bhükha deshizo los últimos pies con más ímpetu. Sus movimientos funcionaron como una palanca: el pánico que había inmovilizado al niño se vio disparado lejos, y el cordero corrió a casa. El otro dejó que se marchase, se volverían a encontrar en unos minutos. Además, podía deleitarse con la imagen de esas extremidades golosas y torpes que se agitaban entre los pastos.

El hambre, entonces, decidió aguardar y acariciando su balanza, se preguntó cuánto pesaría una de esas carnosas piernitas meridionales.

x

Siempre había existido algo fascinante en el vínculo entre una madre y su hijo. Entre la completa entrega y disposición de la primera para con el segundo, que no es consciente de nada y, ya pensante, olvidará tales tratos. La alimentación, sobre todo, era algo que a Bhükha lo volvía muy curioso. La leche materna, tan rica en nutrientes que parecía venir de algún rincón oculto y vital de la madre de la cual el niño se aferraba como a un ancla, resultaba para Bhükha un objeto de estudio inagotable.

Más allá de los Pirineos y debajo del Nilo, así como arriba del Himalaya y en el Mar de Aral, las boquitas hambrientas siempre buscaban lo mismo. Se prendían como sanguijuelas a sus madres, desacostumbradas al tacto a veces, o tan entrenadas que apenas lo notaban. 

Bhükha lo había visto. Y a raíz de esa experiencia sabía que lo que tenía enfrente no era una conducta normal.

Su corderito tenía nueve años, y estaba bien capacitado para desplazarse y abastecerse por sus propios medios, mas así y todo, se prendían como un picaflor al néctar que emanaban los pechos morenos de su madre. 

El recién llegado se sintió enfermo. Pocas cosas lo ponían enfermo, pero aquellas que atentaban contra el orden natural de las cosas encabezaban el podio. Era antiestético, desencajado: el paradigma de lo forzado. La madre acunaba las piernas rechonchas que ya no podía envolver con los brazos, y cantaba una anticuada canción de cuna hindú. Pero lo peor, lo más repudiable de todo, era la expresión del niño. Vislumbraba el placer de alguien que ya se encuentra satisfecho y continúa atiborrándose por el puro afán de tragar.

BhükhaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora