Cuento 3: Propina

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Las cosas sólo tienen el valor que les damos.
MOLIÈRE

Don Jaime era un hombre familiarizado con el olor de la basura y la suciedad. Ese olor que a la gran mayoría le parece repugnante, desagradable y del cual tratan de huir, a don Jaime le parecía interesante e incluso atrayente, como el olor de ese viejo amigo que siempre te regala cosas o que presta dinero cuando lo necesitas. Y no era de extrañarse, después de todo, don Jaime era pepenador; un pepenador de esos que tienen cincuenta y cuatro años de edad y que laboran solitarios, paseando todas las mañanas por la ciudad, arrastrando sus grandes tambos gemelos de basura sobre ruedas, de esos tambos que en algún momento fueron color naranja, pero que ahora el óxido los ha vuelto de un sucio color café; café pepenador.

Fue en uno de esos días de su rutina, entre un lunes y un domingo, cuando don Jaime fue a recoger la basura de la tienda veterinaria del Dr. Martínez. Una tienda que, si bien no es muy concurrida, cuando menos se ha mantenido en pie por años.

Don Jaime se paró en la puerta del local, junto a la que estaban las jaulas en las que se exhibían a los cachorros que estaban a la venta. Hacía mucho tiempo ya que don Jaime recogía la basura de ese lugar. Todos los días llegaba y sonaba su triángulo musical para anunciar al encargado su llegada al local. Lo curioso aquí es que ese día, después de muchos de venir y pararse en el marco de esa entrada, don Jaime por primera vez puso atención a los perritos enjaulados.

Había cachorros de varias razas, ninguna la cual don Jaime conociera por su nombre real. Y una de las jaulas tenía dentro a tres cachorros Maltés blancos; de esos perros que no crecen mucho, melenudos, juguetones y que don Jaime describiría como perros que parecen trapeador. De pronto don Jaime se encontró atrapado observando a los cachorros juguetear entre mordiscos, tiernos ladridos y brincos limitados por el espacio en la jaula.

En un instante, uno de los tres cachorros se alejó del juego con sus hermanos y se fijó en don Jaime. Era un cachorro regordete, muy tierno y con unos ojos inocentes, brillantes y enormes para su pequeño cuerpo perruno. Don Jaime sintió algo desconocido para él en el pecho mientras el perrito se le acercaba y lo miraba fijamente, sacándole la lengua de modo que parecía dirigirle una sonrisa, una dulce sonrisa canina.

No es que a don Jaime le disgustaran los perros, es sólo que no le gustaban. Don Jaime, en toda su vida, nunca había tenido un perro. No, él no era de esos, él decía que los perros sólo eran un gasto innecesario de dinero, y pensaba que dada la situación actual, no es posible darse ese lujo, como le decía a su hijo. Pero extrañamente, ese día, en ese momento, don Jaime le sonrió al cachorro como si nunca en su vida hubiera visto un perro, compensando con esa inusual sonrisa todas las sonrisas que nunca había dirigido a algún perro.

-Aquí tiene. – Dijo la voz del Dr. Martínez sacando a Don Jaime de sus pensamientos.

-¿Perdón? – Respondió Don Jaime sin entender del todo.

-La basura, aquí tiene, Don Jaime. – Repuso el doctor extendiéndole ambas manos con una bolsa negra llena de basura en cada una, basura de veterinaria.

-¡Ah! ¡Sí! Perdón. – Hizo una pausa - ¿Hoy tampoco vino su ayudante? – Preguntó distraídamente Don Jaime, pues involuntariamente giraba la cabeza para seguir observando al cachorro. Don Jaime hablaba con un aire de campesino que ha sido maltratado por los años, y con una dicción que demostraba la ausencia de algunas muelas.

-No, hoy tampoco vino, sigue enfermo. – Respondió el veterinario y notó el interés del colector de basura en el animalito enjaulado - ¿Le gusta?

Una vez más, arrebatado de sus pensamientos, Don Jaime respondió descuidadamente – Sí, bonito el perro.

-Ochocientos pesos. – Sentenció el doctor.

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⏰ Última actualización: Jan 20, 2016 ⏰

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