La tercera noche fue después de que cortamos, lo que hubiera merecido un millón de cerillos, pero sólo recibió los que me quedaban. Esa noche tuve la sensación de que, encendiéndolos en el tejado, de algún modo, los cerillos lo quemarían todo, de que las chispas de las llamas incendiarían el mundo y a todas las personas con el corazón roto.
