Capítulo 6. Tus ojos

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Entraron en el apartamento y todo estaba igual. Las tazas sin recoger en la cocina, la manta arrugada sobre el sofá, y las zapatillas tiradas en el suelo. Carolina se quedó paralizada al reconocer todos los lugares en los que había compartido tantos momentos con Bruno en los últimos años. Momentos que en su recuerdo habían sido perfectos. Se preguntaba una y otra vez cómo había podido pasar, por qué, y no encontraba una respuesta. Un nudo de emociones incontrolables acechaba su garganta, y maldecía a Marta por haber hecho que Gael la acompañara en ese instante, y no poder desahogarse como estaba deseando. Ya había hecho bastante el ridículo con él.

Se acercó a la puerta de la habitación y se encontró la cama deshecha. No pudo evitar pensar en si ella habría sido la última mujer en usar aquellas sábanas, o habría sido la otra. Se detuvo en el quicio, paralizada, tratando de contener esas lágrimas que estaban luchando por salir.

Gael se acercó a ella y puso una mano en su hombro comprendiendo la situación por la que estaba pasando en ese momento. Ella lo sintió y dio un paso atrás inconscientemente, para sentir el calor de él en su espalda. Una lágrima logró escaparse por su mejilla. Gael le dio la vuelta y la puso frente a él. Carolina limpió la lágrima antes de levantar la vista y encontrarse con sus ojos.

―No se la merece ―dijo Gael limpiando la humedad de su mejilla.

―¿Por qué haces esto?

―¿Qué cosa? ―la soltó, nervioso.

Carolina lo miraba tratando de descifrar algo que escondían sus ojos verdes, que en la penumbra del pasillo se volvían un poco más oscuros, pero no por ello menos dulces. Se sintió vulnerable ante esa situación, mientras él... solo era un espectador disfrutando del lamentable espectáculo.

―Estar aquí. ¿Te doy lástima? ―preguntó poniéndose a la defensiva―. ¿Es eso?

―¿Qué? ―frunció el ceño.

―Pensarás que soy una pobre loca que se ha dejado engañar por un vividor. Pues no es necesario que te quedes aquí ―reprochó encaminándose hacia el salón―, puedes irte. No necesito a nadie que se ría de mi desgracia.

―Pará. Estás diciendo cualquiera ―la siguió―. Cortala.

―Es la verdad ―se derrumbó, y no pudo evitar más tiempo que un par de lágrimas se asomaran por sus ojos ―. Vete.

Gael se quedó frente a ella. Estaba de pie en el salón con la mirada perdida en cualquier parte evitando mirarlo, de brazos cruzados, y limpiándose continuamente las lágrimas que, por más que trataba de evitar, salían a ver la luz. Se sentía terriblemente impotente, y no sabía muy bien porqué.

―No me voy a ir ―afirmó.

Carolina lo miró. Se mantenía firme ante ella, a una distancia prudente, aguantándole la mirada fijamente.

―No me voy a ir hasta que tus ojos me digan que me vaya ―dijo muy serio, poniendo los brazos en jarra―, y no es lo que me dicen en este momento, precisamente.

Ella soltó una risa seca.

―¿Ah, sí? ¿Y qué te dicen, si puede saberse? ―preguntó retándolo con la mirada.

Se miraron unos segundos en silencio, como compitiendo a ver quién aguantaba más, hasta que Gael reaccionó.

Se acercó a ella y la envolvió con sus brazos, tan inesperadamente que Carolina no tuvo tiempo a reaccionar, y de repente se encontró acomodada en su pecho. Cerró los ojos y se dejó llevar. Apoyó su rostro en el torso de Gael, y sus manos viajaron hasta su baja cintura devolviéndole el abrazo y aferrándose a él, mientras el porteño acariciaba el pelo sobre su cuello. La fragilidad que sentía segundos antes había desaparecido. Por primera vez en mucho tiempo se sentía protegida.

Nunca es suficienteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora