Claroscuros

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Uno de los momentos más felices de mi vida fue cuando me dieron las llaves de mi nueva casa en Tafí Viejo. Era pequeña y tenía un patio de mosaicos rojos recortado por un cantero de ladrillos vistos del que salía un viejo limonero. Pensé en todas las limonadas gratis que tendría viviendo ahí, en el espacio para todas las cosas que pensaba comprarme y en el placard donde guardaría mis zapatos que nunca volverían a llenarse de tierra mientras yo durmiera.

Estaba exaltado, me sentía feliz pero una parte de mí se entristecía al no tener con quién compartirlo. Tenía amigos, pero ningún familiar era parte de mi vida.

Me compré un tocadiscos, en el que se fueron los últimos de mis ahorros, y me dediqué a escuchar al morocho del Abasto mientras le sacaba lustre a mis compañeros negros y me ponía a tono para ir a la milonga a festejar mis nuevas adquisiciones.

Debo confesar que me sentí embargado de la atmósfera tanguera apenas puse mis pies sobre los mosaicos negros y blancos que daban al lugar una apariencia de tablero de ajedrez. En ese lugar, el peón se convirtió en Rey y fue en busca de su Reina, la más linda de lugar.

Le tendí la mano con un pañuelo de seda blanca a una rubia esbelta y ella, tras unos segundos de indecisión, la tomó sonriendo a sus amigas. Seguramente nos veíamos graciosos, ella era alta y los tacones la hacían verse muy superior a mí. Llevaba un vestido negro hasta por debajo de las rodillas con un pequeño tajo en un costado. El cabello le caía hasta la cintura como una cortina dorada que al abrirse revelaba el mismo cielo, un escote oculto en la espalda que solo mi mano podía tocar. La piel suave y bronceada emanaba un dulce olor a azahares.

No me dejé intimidar y la hice recorrer toda la pista en mi brazos. Sin temor, le marqué ganchos que ella gustosa obedeció entre mis piernas. Era muy buena bailarina y siempre que tenía la oportunidad adornaba el espacio que nos separaba con giros y firuletes. La voz de Rey del tango se hizo eco en el luminoso salón y los dos expresamos con el cuerpo lo que las palabras narraban.

Sentí su mejilla apoyada sobre mi frente y al levantar la vista pude ver un dejo de una sonrisa pícara. En un momento, frotó uno de sus zapatos en mi pantalón haciendo que me derritiera a su contacto. Luego continuó con ochos y me deleitó con el movimiento de su cintura. Cuando terminó el tango supe que no podría bailar con otra mujer de esa forma, y le invité una cerveza, tratando de sonar casual aunque me moría por permanecer a su lado.

Durante la bebida, que terminó siendo cena y postre, me contó que se llamaba Milena y vivía con sus padres, quienes esperaban casarla con un médico o alguien que tuviera una profesión de prestigio. Su papá era banquero y tenía una hermosa casa en la Villa de Yerba Buena. Además, me confesó que hablaba inglés y francés, y que tocaba el piano en las fiestas de la alta sociedad. Su sueño era enseñar música a los niños. Llámenme iluso, pero de repente me vi comprándole un piano de cola en un futuro cercano y haciendo de mi pequeño lugar una escuelita.

Cualquiera hubiera echado atrás sus planes de conquistar a una mujer con semejante clase, pero había algo en su sonrisa, y en el brillo de sus ojos, que me decía que quería todo lo contrario. Le comenté de mi nueva casa y me prometió visitarme. La despedí con un beso en la mano y regresé a mi hogar totalmente enamorado, cantándole a la luna y a las estrellas como si encarnaran el resplandor de los ojos de Milena.

*****

No podía creerlo, por más que verificara todo, no lograba encontrar la fuente de la mancha de mis zapatos. Era roja como la pintura que se cayó conmigo, pero tenía otra densidad. Traté de limpiarla pero se había impregnado de alguna forma, así que terminé usando mucho betún para taparla. Quedaron como nuevos para acompañarme a realizar los dos encargos de ese día.

Al pasar por la construcción, vi a varios policías establecer un cordón de seguridad.

-¿Qué pasó? —le pregunté a uno de los obreros más cercanos.

—Encontraron a un chiquito muerto.

—¡Qué terrible! —exclamé apenado—. Pobre familia.

—Pobres las nuestras, nadie nos paga por no trabajar.

Le dediqué mi mirada más severa, sin embargo no tuvo el efecto adecuado así que me alejé de a poco, volviendo a mi ruta matutina. Nada debía perturbar mi ánimo después de una noche maravillosa.

En donde realizaba mi trabajo, todos hablaban del pequeño. Había estado desaparecido desde hacía un par de días y nadie entendía cómo alguien podía ser tan cruel. Los hombres se mataban todos los días, pero los niños eran cosa aparte. Al parecer, la pubertad se encargaba de separar a los inocentes de los culpables en el imaginario colectivo.

Realicé mis trazos con cuidado y cuando terminé, regresé a mi hogar. Esperaba ansioso el próximo fin de semana para ir a la milonga a buscar a mi adorada.

*****

Los rayos del sol me trajeron una noticia espantosa. Mis zapatos estaban llenos de tierra y tenían algunas manchas rojas. La verdad se presentó a mis ojos como una pesadilla imposible de dilucidar. ¿Cómo había llegado a esa situación?

Esta vez me costó mucho más volver a mi calzado a su estado original. La tierra no se correspondía con la de mi patio, era un poco más oscura. Parecía que alguien los usara de noche. La sola idea de eso se me hizo imposible y ridícula. Mi imaginación estaba jugando sucio con mi salud mental.

Una vez en la calle, un sudor frío recorrió mi nuca cuando me enteré de que habían hallado otro cuerpo en un terreno abandonado en el Cadillal. Se trataba de un infante de cuatro años. Una tragedia más para la provincia fue suficiente para desencadenar el terror en los ciudadanos.

Los niños dejaron de jugar en las calles y de andar solos por las calles. Se habló de la posibilidad de un único asesino que mataba por estrangulación. El resto de la información no era revelada, o simplemente se desconocía. La Gaceta prometía mantener a todos informados, pero lo que más abundaba era el rumor y la especulación. Incluso se hablaba de venganza política, algo difícil de comprobar o sustentar.

Yo traté de seguir con mi vida normal, ganando el pan de cada día con mis carteles y esperando por Milena. A pesar de eso, sentía que una sombra de tentáculos oscuros amenazaba con rozar mi vida y destruir lo que tocara.

¿Era sonámbulo? ¿Cómo saberlo si vivía solo? Ni siquiera estaba seguro de querer saber las respuestas. El temor por la anagnórisis, instaurado desde los griegos, se me hacía palpable con cada nuevo interrogante.

Decidí continuar con la bella vida que estaba construyendo, después de todo nada podía ser tan grave como la diferencia de estatura y clase con mi pareja de tango.

El caminante de mis zapatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora