No había necesidad de decir mucho más, le bastaba con mirar en esos oscuros y profundos ojos, llenos de vértigo. La mayoría de las veces creía que eran negros. Pero a centímetros de su rostro, con las narices pegadas, podía notar que en verdad eran marrones, y muy en el fondo, ocultaban una sensación de dulzura y ternura que no se veían a la lejanía. Y es que nunca podrías adivinar nada sobre él, a menos que observaras sus ojos de cerca. Y eso no ocurría a menudo.
Sus ojos eran los únicos que denotaban su sensibilidad, su verdadera fragilidad.Por eso los ocultaba tras las gafas, dejándolos al descubierto solo por las noches, donde las luces de colores y la oscuridad del ambiente los cubrían.
Ver sus ojos, de cerca, sin gafas, sin luces ni oscuridad que impidan la visión, esa era y es, la mayor y la más rica intimidad que se podría lograr con él. Intimidad no corpórea, sino algo más allá del placer carnal. Una conexión que hace que la mente divague por caminos que poca forma tienen, caminos que conducen a un abismo, cuya caída jamás termina.
Pero no hay temor por la caída.
