Segundo hecho

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Sucedió entonces que hombres, mujeres y niños se embutían de la cosecha que encontraron. Sus manos rojas, pastosas, pegajosas destrozaban lo que encontraban. Y aunque algunos se peleaban por comer la misma fruta, había suficiente para todos. Claro que, como sucede muchas veces, a pesar de haber abundancia, no significa que fuera de ellos, mucho menos para su beneplácito.

Se escucharon unos rugidos bastante agresivos, a los que le siguieron los gritos de quienes se habían separado más del grupo. El llanto de algunas personas, la desesperada petición de ayuda desgarraba sus gargantas y pronto los más fuertes se acercaron con piedras y lanzas a hacer frente las bestias que atacaban a sus compañeros. 

Un par de tremendos animales de joroba como el de las hienas, pero de mayor musculatura y tamaño, con unas fauces prominentes. Pobres de aquellos a los que les desgarraron la piel. Si no fuera por que un sonido inundó todo el sitio, esos dos guardias habrían matado a más personas antes de ser asesinados por los nómadas, pues aunque grandes eran minoría.

Tras aquel sonido estas bestias retrocedieron, bajando la cabeza ante unos seres que salieron de unas grandes cuevas (bueno, para los hombres eran cuevas, para ellos, quizá su lugar de trabajo, su casa, su almacén, eso no lo puedo asegurar). Estos seres eran de tamaño grueso, pero altos, de cara alargada, y traían encima pieles de color raro, los hombres no reconocieron de qué animal era lo que esos seres vestían (recuerden que antes uno se cubría con piel de la caza).

Ambos bandos se movían con cautela, los niños se escondían y hombres y mujeres trataban de ahuyentar a los extraños. Por el otro lado, estos seres hablaban entre ellos y lanzaban cosas ardientes que hacían que los humanos retrocedieran. En unos  minutos habían más y más seres cubiertos completamente y rodeándolos; llevándolos a unas frías cuevas, no eran de piedra, y parecían tener vida propia pues hacían ruido y se movían. El pánico los inundó.

Para la noche, había mucho ruido alrededor de donde nuestros ancestros se encontraban, entonces la boca de la cueva se abrió, los seres extraños separaron al grupo. A los más agresivos los pusieron a dormir con un soplido, a los que cooperaban los dejaban despiertos, pero a todos los revisaron de los pies a la cabeza. Pasaron varios días en un lugar con mucha luz, pero sin sol, aterrados, aunque no todo era malo, la comida les llegaba de unos huecos y había para todos. Después eran estos seres los que llevaban la comida, la dejaban en el suelo y se alejaban. Los líderes entonces corrían tras ellos, pero algo invisible los detenía fuertemente, a veces golpeándolos con gran dolor. Después de unas semanas, aprendieron a que saltar y correr en el aíre para atacar podía hacerles más daño. 

Estos seres, eran imponentes, daban miedo, no eran muy ágiles pero parecían mover las cosas a su antojo. A veces tenían luz encima, a veces se veían inflados, blancos, verdes,  o con cabeza más grande en algunas ocasiones. Así era hasta que en una ocasión uno de ellos llegó diferente al resto, vaya, más diferente y raro que de costumbre. Su cara era de cerdo!  La movía con toda naturalidad, al hablar se le veían los dientes, su nariz saltaba al respirar y por fin se veían sus ojos. Evidente no era un cerdo común, pero los hombres ya conocían bien como era un cerdo de monte y era lo más parecido a lo que ellos recordaban de ese animal al que solían cazar de vez en cuando. Alborotados algunos olvidaron que entre ellos y ese cerdo había algo que les impedía seguir, se golpearon, saltaron y gritaron. El cerdo se reía, mostrando sus gruesos dientes y unas mejillas con pelillos muy delgados. Tocaba el aire con sus pezuñas delgadas, golpeando ese algo entre él y los hombres, sin dejar de reír con esa cara más que extraordinaria.

El mal del puercoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora