Los recuerdos son imágenes del pasado que se archivan en la memoria. Nos sirven para traer al presente algo o a alguien. No estoy muy de acuerdo con eso; la última vez que cerré los ojos para recordar a mis padres, no estaban allí cuando los abrí. Es lo que tiene tener amnesia anterógrada, sino sabes lo que es, te lo explico brevemente, no puedo crear recuerdos, porque desaparecen, a veces en corto plazo. Mi enfermedad, o mi discapacidad –como prefieren llamarlo las monjas del convento en el que llevo encerrada dieciocho años-, se debe al accidente de tráfico en el que murieron mis padres y mi hermana mayor cuando yo a penas tenía dos meses. Nadie se había percatado de mi discapacidad hasta que cumplí cuatro años, cuando sor Margarita me pidió que llamara a mi abuelo y olvidé el camino a su despacho y me perdí por el convento. Al principio creían que eran despistes de niña, hasta que un día, no recordé ni mi propio nombre. Por suerte, unos días después todo volvió a mí. Mi hipocampo –o parte del cerebro que se dedica a la memoria-, es como una antena de televisión en una tormenta, a veces funciona y otras no. Y aunque a mi abuelo no le guste, nadie puede hacer nada para ayudarme.
Aunque no recuerdo lo que he desayunado esta mañana, recuerdo perfectamente etapas de mí pasado, es una balanza: pierdes unas cosas, para recordar otras. Pero siempre olvidas las mejores etapas de tu vida. Casualmente, mi cabeza tiene un cajón especial que me permite recordar todas las películas que veo o que he visto, incluso los dibujos animados de cuando era pequeña. Aprovechando eso, y que estoy en un convento de clausura, tengo todo el tiempo del mundo para ver todas las películas del mundo. Estoy acabando 1975, con el conde de Montecristo.
Todas mis películas están apiladas en las estanterías blancas de mi habitación blanca, encima de mi sofá, beige tirando a blanco. En el convento, tienen una especie de devoción por ese color, quitando los armarios de mis hermanas adoptivas, todo lo demás es bicolor: blanco o negro. Lo malo que tienen las películas es que no te las puedes llevar a ninguna parte; no puedes verlas en el metro; y no puedes sacarlas de casa para enseñárselas a tus amigas. Aunque se pudiera, yo no puedo llevármelas a ningún lado, lo he dicho antes, estoy en un convento de clausura con la única compañía de mis dos hermanas y de mi abuelo.
Luis no es mi abuelo –aunque yo se lo llame, sé que en el fondo, le gusta-, es el hermano de mi abuelo, y se metió a cura cuando era joven, en medio de la Guerra Civil para no alistarse en el ejército. Las cosecuencias de su covardía fue la pérdida de la mujer que amaba, no tuvo hijos y pasó su adolescencia encerrado en un seminario a las afueras de Madrid. Quizá eso hizo que fuera el único de mi familia que aceptara quedarse conmigo después del accidente; mi padre no tenía hermanos y los hermanos de mi madre no tenía dinero suficiente para ellos mismos, como para tener otra boca a la que alimentar. El precio que tengo que pagar yo por comida, ropa y mis películas, es estar encerrada en el convento.
Hay dos tipos de creyentes: los devotos, como Luis, sor Margarita o Amanda, que se pasan el día rezando y dándole gracias a Dios; y los que creen para culpar a Dios de todos sus males. Yo no pertenezco a ninguno de ellos, me considero atea y eso hace que sor Margarita siempre me mire con cara enfadada, aunque no pueda evitar quererme. Yo lo llamo pena, que es lo que siente la gente cuando ve a alguien como yo, enferma. Por eso, porque son mi única familia, evito las discusiones religiosas, de política o de cualquier cosa que les moleste a las monjas. Que son unas quisquillosas.
Nunca me había planteado salir fuera de convento, conocer el mundo, ¿para qué si luego lo acabaré olvidando? No me disgusta la vida que llevo, si no llevara esta vida, no sería quién soy: somos como somos por la vida que llevamos. Mi abuelo nunca me ha dicho que no, yo no he insistido y sor Margarita siempre ha sacado cosas negativas de salir, como:
ESTÁS LEYENDO
Nunca te olvidaré
Roman d'amourRosie tiene una enfermedad que la impide crear recuerdos nuevos, por lo que se olvida de las cosas con facilidad, hasta el punto de olvidar vestirse. Durante sus dieciocho años ha estado encerrada en un convento bajo los cuidados de su abuelo, sus h...