Prólogo

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La sombra de una menuda y esbelta figura alfombraba el interior del templo. Apoyada en la pared contemplaba el ocaso, deleitándose con la energía de los últimos rayos de sol, suficientes para mantener su poder.

Oculta desde hacía milenios en aquel planeta, sabía cómo mantener el equilibrio de la magia para no delatarse. Era, a la fuerza, una criatura de la noche.

La singular arquitectura del templo, abierto al mar por un lateral y construido sobre un escalofriante e inaccesible acantilado, le permitía encerrarse entre las tinieblas mientras la luminosidad del mundo se retraía. Aquel santuario, erigido en su nombre, le gustaba de forma especial.

Una vez que la luz desapareció del horizonte y la oscuridad se extendió, penetró en él. Ataviada con un largo y vaporoso vestido negro y un simple chal del mismo color sobre la piel olivácea, no necesitó acostumbrar sus ojos a las tinieblas. Dentro, el altar en forma de triángulo la esperaba. La enorme figura de obsidiana poseía en su interior una espiral cincelada, obra de los mejores maestros de la civilización que la alzó. Sin ella pretenderlo, a través del tiempo aquel icono se convirtió en su emblema.

Rasgó el aire sobre la volcánica piedra con sus uñas largas y curvas. La espiral se iluminó de azul, difuminándose poco a poco para acabar mostrando una lejana y conocida escena: una mujer dando a luz. Su aspecto delataba la agonía del parto. La comadrona y su asistenta luchaban por sacar al nonato.

Al final, la experta anciana lo consiguió, pero a qué precio... Demasiada sangre sobre el lecho de la reina. Nada podría parar su hemorragia. Lo había vivido tantas veces que no sintió tristeza. Disciplinada y metódica, preparó el brebaje. La soberana moriría sin dolor. El narcótico la transportaría al mundo de los sueños junto con el último de sus recuerdos: la visión de su hijo.

La imagen en el altar se centró en el pequeño: un varón amoratado e hinchado que lloraba a pleno pulmón, pero que al presentir la fuerza de la dama del templo cerca de él, enmudeció de golpe. Ante aquella sensación, desprecintó sus ojos índigos, abriéndolos en su búsqueda El reflejo en ellos de su antiguo linaje llenó de excitación a la poderosa sacerdotisa.

Dos esferas brillantes aparecieron de improviso. Primero una, alterando la oscuridad del desatendido santuario, y segundos más tarde la otra. Sus resplandores apenas iluminaban los rincones de la rectangular sala. Sin embargo el rostro de la mujer sí quedó alumbrado. Una tez fina y mate, de pómulos altos y labios rojizos, con delgadas cejas opuestas a la exuberante melena ondulada de color azabache. La negrura, irradiada desde el interior de sus ojos carentes de esclerótica e iris, absorbió veloz la luz de las esferas. Parpadeó, consciente de su distracción, y al instante, estos adoptaron la forma del cuerpo que poseía. Azul celeste. La leve fluorescencia irradiada desde su interior la hacía tenebrosa y lejana; pero aquellos falsos ojos humanos le permitían dosificar la cantidad de energía lumínica con la que se alimentaba.

―¿Ha nacido ya? ―Impaciente y con eco metálico se escuchó la voz de la primera esfera.

La luminiscencia del altar se apagó, volviendo a mostrar solo la imagen del pequeño.

―¿Dónde está? ―exigió la esfera.

―A salvo. Lejos, muy lejos. Su hora aún no ha llegado. ―Dulce y musical, la mujer emitió su contestación, seguida de una amplia sonrisa perversa.

―¿Cuándo ocurrirá? ―Irritada, la voz metálica hacía centellear su esfera―. ¡Lleva nuestra sangre, debe ser educado por uno de los nuestros! No habrá trato si no es así.

―Lo sé. ―Tranquilo y sereno, su timbre chocaba con la ferocidad de sus facciones―. Será educado por un moyturiano, cuando llegue el momento, tal y como acordamos. ―Sus últimas palabras no ocultaron la molestia que empezaba a sentir ante la descortesía de su invitado.

Kaly-an, El despertar del guerreroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora