CAPITULO V

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Un año con la firma de "Françon y Heyer" le había dado a Keating el título, por el que tanto había suspirado, de príncipe heredero sin cartera. Pese a no ser más que un dibujante, era el favorito de Françon. Éste le confería un honor inaudito para un empleado: lo llevaba a comer. Además, Françon lo llamaba para que estuviese presente en las entrevistas que tenía con los clientes, y parecía que a éstos les agradaba ver un joven tan decorativo en el estudio de un arquitecto.
Lucio N. Heyer tenía la fastidiosa costumbre de preguntarle a Françon, de pronto: "¿Dónde consiguió el nuevo empleado?", y señalaba a un empleado que desde hacía tres años estaba allí. Pero Heyer sorprendía a todos al recordar el nombre de Keating y saludarlo siempre que lo encontraba con una sonrisa de reconocimiento positivo. Keating había tenido una larga conversación con él, una monótona tarde de noviembre, sobre porcelanas antiguas. Era la manía de Heyer. Poseía una valiosa colección reunida con apasionamiento. Keating desplegó conocimientos muy serios sobre el tema, aunque nunca había oído hablar de porcelanas antiguas hasta la noche anterior, que se la había pasado en una biblioteca pública. Heyer estaba encantado, pues nadie en el estudio se preocupaba por su manía, y pocos notaban su presencia. Heyer le dijo a su socio: "Es usted verdaderamente sagaz para elegir a sus empleados, Guy. Hay un muchacho que no quisiera que perdiésemos. ¿Cómo se llama...? Keating." "Sí, en efecto —respondió Françon sonriéndose—; sí, en efecto."
En la sala de dibujo, Keating se concentraba en Tim Davis. El trabajo y el dibujo eran solamente insignificantes detalles en la superficie de sus días; Tim Davis era la sustancia y la forma del primer escalón de su carrera.
Davis permitía que Keating le hiciera la mayor parte de su propio trabajo; al principio, del trabajo nocturno; después, también, parte del trabajo del día; secretamente primero, públicamente después. Davis hubiera deseado que no se supiese, pero Keating lo hizo conocer con un aire de confidencia ingenua con el que infundía la sensación de que él era tan sólo una herramienta, como el lápiz o la regla T de Tim; que su ayuda realzaba la importancia de Tim en lugar de disminuirla y que, por esa razón, él no había querido ocultarlo.
Al principio, las instrucciones se las daba Davis; después el dibujante principal tomó el arreglo como ya establecido y empezó a darle a Keating las órdenes que debía darle a Davis. Keating siempre estaba allí, sonriéndose y diciendo: "Yo lo haré, no incomode a Tim con esas bagatelas; yo me preocuparé de esto." Davis cedía y le permitía llevar las cosas adelante: fumaba mucho, se tendía con las piernas cruzadas desganadamente sobre el travesaño de un banquillo, cerraba los ojos para pensar en Elaine, y de cuando en cuando decía: "¿Estás listo, Peter?"
Davis se había casado con Elaine en la primavera. Frecuentemente iba tarde al trabajo. Le había murmurado a Keating: "Tú, que estás en buenas relaciones con el viejo, deslízate una palabra de recomendación para mí, de vez en cuando, ¿quieres?, de manera que pasen por alto algunas cosas. ¡Dios mío, cómo odio tener que trabajar ahora!" Keating le decía a Françon: "Siento, señor Françon, que los planos del sótano de la obra de Murray tarden tanto, pero Tim Davis tuvo una pelea con su esposa anoche y usted sabe lo que son los recién casados; no sea demasiado duro con ellos." O si no: "Tim Davis otra vez, señor Françon; perdónelo, no pudo hacerlo, no se ha podido concentrar en su trabajo aún."
Cuando Françon recorrió la lista de los salarios de los empleados, advirtió que el dibujante mejor pagado era el hombre menos necesario del estudio.
Cuando Davis perdió el puesto, ninguno de los empleados del estudio se sorprendió, salvo el mismo Tim Davis. No lo podía comprender. Sus labios adoptaron un gesto de amarga desconfianza contra un mundo al que odiaría para siempre. Sintió que no tenía en la tierra otro amigo que Keating.
Keating lo consoló, maldijo a Françon, maldijo la injusticia de los hombres y gastó seis dólares en una taberna clandestina para obsequiar al secretario de un oscuro arquitecto que conocía. Así obtuvo un nuevo empleo para Tim Davis.
Después, siempre que se acordaba de Davis, sentía un cálido placer; él había ejercido influencia en la vida de un ser humano, lo había sacado de una senda y lo había puesto en otra. Tim Davis no era ya para él Tim Davis, sino sólo una forma viviente y un espíritu, un espíritu consciente. ¿Por qué había temido siempre esa misteriosa entidad que era la conciencia de los demás? Y él había torcido esa forma y ese espíritu según su propio deseo.
Por decisión unánime de Françon, Heyer y el dibujante principal, la mesa de Tim, su puesto y su remuneración fueron adjudicados a Keating. Esto era solamente una parte de su satisfacción; había otra más cálida, menos real y más peligrosa. A menudo decía con viveza: "¿Tim Davis? ¡Ah, sí! Yo le conseguí el empleo que tiene ahora."
Le escribió a su madre sobre todo eso. Ella les decía a sus amistades: "Peter es un muchacho muy poco interesado."
Le escribía a su madre, por obligación, una vez por semana; sus cartas eran cortas y respetuosas; las de ella eran largas, detalladas y llenas de consejos, que él raras veces leía hasta el fin.
Veía a Catherine Halsey de vez en cuando. No había ido a verla a la noche siguiente, conforme había prometido. Se había despertado por la mañana, y al recordar las cosas que le había dicho, sintió odio por ella. Pero una semana más tarde volvió, y ella no le hizo ningún reproche ni le mencionó para nada a su tío. La veía después cada mes o dos; se ponía muy contento cuando la veía, pero nunca le hablaba de su carrera.
Trató de hablarle a Roark de ello, pero fracasó en su intento. Lo visitó dos veces y trepó indignado los cinco tramos de la escalera que conducía a la habitación de Roark. Lo saludó con entusiasmo; quería confiarse a él, no sin saber qué clase de confianza necesitaba, ni por qué estaba convencido de que ésta sólo podía proceder de Roark. Le habló de su empleo y le preguntó con sumo interés acerca del estudio de Cameron. Roark le escuchó y contestó a todas sus preguntas de buen grado; pero Keating, al ver los inmóviles ojos de Roark, sentía que estaba golpeando contra una plancha de hierro y que ambos estaban hablando lenguajes distintos. Antes que terminara la visita, Keating se dio cuenta de los puños gastados de Roark, de sus zapatos y del remiendo en la rodilla de sus pantalones, y se sintió satisfecho. Se fue sonriendo de gozo, pero también sintiéndose miserablemente incómodo y preguntándose por qué ocurría tal cosa. Acabó jurando no volver a ver a Roark, pese a saber que tendría que verlo nuevamente.
—Bueno —dijo Keating—, no tuve valor para invitarla a comer, pero vendrá conmigo a la exposición de Mawson pasado mañana. ¿Qué le parece?
Se sentó en el suelo, descansando la cabeza en el borde de un sofá, extendiendo las piernas. Llevaba un pijama color de chartreuse, de Guy Françon, que flotaba en sus piernas. Por la puerta abierta del cuarto de baño vio a Françon, de pie junto al lavabo, con el vientre aplastado contra el borde brillante, limpiándose los dientes.
—¡Espléndido! —dijo Françon, hablando con la boca llena de la espuma del dentífrico—. Eso servirá también. ¿No le parece? —No.
—Pero, caballero Peter, se lo expliqué ayer antes de que saliéramos. El esposo de la linda señora Dunlop piensa edificar una casa para ella.
—¡Ah, sí! —respondió Keating débilmente, separando de la cara los enmarañados rizos negros—. Ahora recuerdo... Dios mío, qué cabeza tengo...
Recordó vagamente la fiesta a la cual Françon lo había llevado la noche anterior; recordaba el caviar servido en un pedazo de hielo ahuecado, el negro traje de noche y la linda cara de la señora de Dunlop; pero no pudo recordar cómo había venido a terminar en el departamento de Françon. Se encogió de hombros. Había ido a muchas fiestas con Françon el año anterior, y á menudo había sido llevado allí en esa misma forma.
—No es una casa muy grande —dijo Françon, con el cabo verde del cepillo saliéndole por la boca—. Cincuenta mil o algo así, según creo. Son gente de poca monta, de cualquier manera; pero el cuñado de la señora Dunlop es Quimby, dueño de muchísimas propiedades. No estaría mal tener una cuña en esa familia. Hay que ver cómo lleva a cabo el encargo, Peter. ¿Puedo contar con usted?,
—Desde luego —dijo Keating, bajando la cabeza—. Puede contar conmigo.
Se sentía tranquilo, mientras se contemplaba los dedos de los pies, y pensaba en Stengel, el dibujante de Françon. No quería pensar, pero su imaginación saltó a Stengel automáticamente, como lo hacía siempre, pues Stengel representaba su próximo escalón.
Stengel era reacio a la amistad. Los intentos de Keating se habían estrellado durante dos años contra el hielo de sus anteojos. En la sala de dibujo se murmuraba lo que Stengel pensaba de él, pero pocos osaban repetirlo, salvo entre comillas. Stengel lo decía en voz alta, aunque sabía que las correcciones que llevaban sus dibujos cuando eran devueltos de la oficina de Françon estaban hechas por la mano de Keating. Pero Stengel tenía un punto vulnerable: desde algún tiempo estaba haciendo planes para dejar a Françon y abrir un estudio propio. Había elegido un socio, un arquitecto joven sin talento alguno, pero que había heredado dinero. Stengel estaba solamente esperando la oportunidad. Keating no podía pensar en otra cosa. Pensaba nuevamente en ello, echado allá, en el dormitorio de Françon.
Dos días más tarde, cuando acompañó a la señora Dunlop a la exposición de pintura de cierto Frederic Mawson, su decisión estaba tomada. La condujo a través de la rala multitud, tomándola del brazo de vez en cuando y mirando con más frecuencia su cara joven que los cuadros.
Sí —dijo él mientras ella se detuvo obligadamente en un paisaje, un "cementerio" de autos, tratando de dar a su rostro la expresión de admiración que se esperaba de ella—. Magnífico trabajo...; note los colores, señora Dunlop... Se dice que Mawson ha pasado épocas terribles. Es la historia de siempre, hasta ser reconocido. Historia vieja y dolorosa. Es lo mismo en todas partes. En mi propia profesión, incluso.
—¿Sí? —dijo la señora Dunlop, que en aquel momento parecía preferir la arquitectura.
—Mire esto —dijo Keating, deteniéndose frente a una pintura que representaba una vieja bruja que se hurgaba los pies en una feria—. Ésta es una muestra del arte como documento social. Se necesita ser una persona de valor para apreciarlo.
—Es sencillamente maravilloso —dijo la señora Dunlop.
—¡Ah, sí, valor! Es una cualidad rara. Se dice que Mawson se moría de hambre en una buhardilla cuando fue descubierto por la señora Stuyvesant. Es magnífico poder ayudar a un joven talento en esa forma.
—Debe de ser maravilloso —convino la señora Dunlop.
—Si yo fuese rico —dijo Keating pensativamente—, haría una de mis manías: concertar la exposición de un nuevo artista, costear el concierto de un pianista nuevo, tener una casa edificada por un nuevo arquitecto...
—¿Sabe usted, señor Keating, que estamos haciendo planes con mi esposo para edificar una casita en Long Island?
—¿Verdad? Es usted muy encantadora, señora Dunlop, al revelarme tal cosa a mí. Es usted demasiado joven, si me perdona por decirle tal cosa. ¿No sabe que corre el riesgo de que yo llegue a serle molesto tratando de interesarla en mi firma? ¿O es que está segura y ya ha elegido arquitecto?
—No —dijo ella con encanto—; realmente no me importaría el peligro. He pensado en la firma de "Françon y Heyer" en estos últimos días. He oído decir que son muy buenos.
—¡Oh, sí! Gracias, señora Dunlop.
—El señor Françon es un gran arquitecto. —¡Oh, sí! —¿Qué pasa? —Nada, absolutamente nada. —No es verdad; ¿qué pasa? —¿Quiere realmente que se lo diga? —¿Por qué no? —Bien. Mire: Guy Françon no es más que un hombre. No se cuida para nada de su casa. Es uno de esos secretos profesionales que yo no debería divulgar, pero no sé qué hay en usted que me obliga a ser honrado. Los mejores edificios que proyecta nuestro estudio son concebidos por Stengel. —¿Quién?
—Claude Stengel. Nunca habrá oído ese nombre, pero lo oirá cuando alguien tenga el valor de descubrirlo. Ya ve, él hace todo el trabajo, es el verdadero genio detrás de la escena; pero Françon pone su firma y recibe todo el crédito. Así se hace en todas partes. —Pero ¿por qué aguanta todo eso el señor Stengel?
—¿Qué puede hacer él? Nadie quiere darle una mano. Usted sabe cómo es la mayoría de la gente; prefiere la senda trillada; paga tres veces más el precio de una cosa solamente porque tiene la marca de fábrica. Lo que hace falta a la gente es coraje. Stengel es un gran artista, pero pocas personas están capacitadas para advertirlo. Él está dispuesto a continuar por su cuenta si encuentra una persona prominente, como la señora Stuyvesant, que le dé una oportunidad.
—¿Realmente? ¡Qué interesante! Siga hablándome de eso.
Le contó muchas cosas más, pero habiendo terminado el recorrido de las obras de Frederic Mawson, la señora Dunlop se despidió de Keating diciéndole:
—Es una amabilidad, una extraordinaria amabilidad, de parte suya. ¿Está seguro de que no tendrá ninguna complicación en su oficina si me concierta una entrevista con el señor Stengel? No me animaba a sugerírselo, y le agradecería que no se molestase.
Es usted tan altruista, que pocos habrían procedido así en su situación.
Cuando Keating se acercó a Stengel a proponer la comida, éste le escuchó sin decir palabra. Después moviendo la cabeza, dijo bruscamente: ¿Qué gana usted con "eso"? —Pero antes que Keating pudiese contestar, el otro echó de pronto la cabeza atrás y dijo—: ¡Oh, ya veo! —Después largó sus delgados labios en señal de desprecio—: De acuerdo. Iré a la comida.
Cuando Stengel dejó el estudio de "Françon y Heyer" para abrir el suyo propio, empezando con la construcción de la casa de Dunlop, Guy Françon rompió una regla en el borde de la mesa y le rugió a Keating:
—¡Ese bastardo...! ¡Ese impenetrable bastardo...! ¡Después de todo lo que yo he hecho por él!
—¿Qué esperaba? —dijo Keating, que se hallaba tendido en un sillón bajo, delante de él—. Así es la vida.
—Pero lo que no alcanzo a comprender es como se enteró ese canalla. ¡Quitarnos el trabajo de nuestras narices!
—Bueno, yo nunca confié en él desde ningún punto de vista. —Keating se encogió de hombros—. La naturaleza humana...
La amargura de su voz era  sincera. Nunca había recibido gratitud por parte de Stengel. Éste, al partir, lo único que le dijo fue: "Usted es más barato de lo que yo había creído. Buena suerte. Será un gran arquitecto algún día."
De esta manera logró Keating el puesto de jefe proyectista de "Françon y Heyer".
Françon celebró el acontecimiento con una modesta orgía en uno de los restaurantes más tranquilos y costosos.
—En un par de años... —dijo, y repitió—: En un par de años, verá qué cosas ocurrirán. Peter... Es un buen muchacho y le estimo y verá las cosas que haré con usted... ¿Acaso no he hecho ya mucho? Va ascendiendo, Peter...; en un par de años...
—Tiene la corbata torcida —dijo Keating secamente—, y se está volcando el coñac sobre el chaleco.
Al enfrentarse con su primer proyecto Keating se acordó de Tim Davis, de Stengel, de muchos otros que habían querido, que habían luchado, que habían puesto manos a la obra y que habían sido vencidos por él. Experimentaba una sensación de triunfo. Era una tangible afirmación de su grandeza. De pronto se encontró en una oficina cerrada, contemplando un pliego en blanco, solo. Había algo que rodaba por su garganta hacia el estómago, algo frío y hueco era la antigua sensación de un agujero que iba cayendo. Apoyóse en la mesa; cerró los ojos. Antes nunca le había parecido tan real lo que se esperaba que él realizara: llenar un pliego de papel, crear algo sobre un pliego de papel.
Era tan sólo una pequeña residencia, pero en lugar de verla elevarse ante él, la veía hundiéndose; veía su conformación como si fuera un foso en el suelo y como un foso dentro de él, como un vacío con Davis y Stengel solamente, haciendo dentro un ruido inusitado.
Françon le había dicho acerca de la construcción: "Debe tener dignidad, dignidad..., nada de extravagancias...; "una construcción elegante..., siempre dentro del presupuesto." Ésa era la manera que tenía Françon de dar ideas al proyectista, dejándolo en libertad para que las ejecutase. Keating sentía un frío estupor al pensar que los clientes se le reirían a la cara; oía la voz débil y omnipotente de Ellsworth Toohey indicándole las oportunidades que se le ofrecían en el gremio de los fontaneros. Odió todas las piedras que hay en la superficie de la tierra, y se odió a sí mismo por haber elegido la profesión de arquitecto.
Cuando empezó a dibujar, trató de no pensar en el trabajo que estaba haciendo, sino en que si Françon lo había hecho, y Stengel, y Heyer y todos los otros, él también tenía que poder si quería.
Empleó varios días en los bocetos preliminares; pasó largas horas en la biblioteca de "Françon y Heyer" buscando, en fotografías de edificios clásicos, el aspecto del que tenía que hacer. Sentía que la tensión le fundía el cerebro. Y pensaba que era justo y bueno que así ocurriese, mientras la casa crecía bajo sus manos, porque los hombres aún adoraban a los maestros que habían hecho lo mismo antes que él. No tenía que extrañarse de temer o tomar las oportunidades que se presentaran; habían sido hechas para él.
Cuando los croquis estuvieron listos, se quedo mirándolos con duda. Si se le hubiese dicho que era la mejor o la peor casa del mundo, hubiera estado igualmente de acuerdo con las dos opiniones. No tenía seguridad. Tenía que estar seguro. Se acordó de Stanton, y pensó en el que confiaba cuando le asignaban algún trabajo allí. Telefoneó al estudio de Henry Cameron y preguntó por Howard Roark.
Fue a ver a Roark aquella noche y extendió delante de él los planos, la elevación, la perspectiva de su primer proyecto de construcción. Roark se plantó delante de ellos, extendió los brazos, agarrándose con sus manos al borde de la mesa, y permaneció mudo un largo rato.
Keating esperaba ansioso; sintió que junto con la ansiedad iba creciendo la furia, por no poder comprender por qué estaba tan ansioso. Cuando ya no pudo más, dijo:
—Tú sabes, Howard, que todo el mundo dice que Stengel es el mejor proyectista de la ciudad, y no creo que él estuviese dispuesto realmente a marcharse; pero yo le conseguí una oportunidad y ocupé su puesto. Quería hacer algo muy bueno con esto, pero yo...
Se detuvo. No parecía animado y orgulloso, como le hubiera ocurrido en cualquier otra parte. Parecía que imploraba.
Roark se volvió y lo miró. Sus ojos no eran despreciativos; solamente estaban dilatados un poco más que de costumbre, atentos y perplejos. No dijo nada y volvió a los dibujos.
Keating se sintió indefenso. Davis, Stengel, Françon no significaban nada allí. La gente era su protección contra la gente, pero Roark no tenía el sentido de la gente. Los otros le daban a Keating el sentimiento de su propio valor, pero Roark no le daba nada. Pensó en coger sus dibujos e irse. El peligro no era Roark; el peligro era que él, Keating, se quedase. Roark se volvió hacia él. —¿Sientes placer haciendo esta clase de cosas, Peter? —¡Oh, ya sé que no apruebas esto! —dijo Keating
con voz penetrante—. Pero es cosa comercial.
Quiero saber qué piensas de esto prácticamente, no filosóficamente, no...
—No, no voy a predicar. Solamente deseaba saber —Si tú puedes ayudarme, Howard; si puedes ayudarme un poco... Es mi primera construcción y significa mucho para mí en el estudio, y no estoy seguro de si está bien. ¿Qué piensas tú? ¿Quieres ayudarme? —¡Cómo no!
Roark arrojó a un lado el proyecto de la graciosa fachada, con sus pilastras acanaladas, los frontones cortados, los haces romanos sobre las ventanas y dos águilas del Imperio a la entrada. Recogió los planos. Tomó un pliego de papel de tela, lo puso sobre el plano y empezó a dibujar. Keating observaba el lápiz en la mano de Roark. Vio desaparecer la imponente entrada del foyer, las galerías torcidas, los oscuros rincones; vio un inmenso living room creciendo en el espacio, en el mismo espacio que él había creído demasiado limitado; vio una pared de ventanas inmensas que daban al jardín, una espaciosa cocina. Se quedó observando durante mucho tiempo.
—¿Y la fachada? —preguntó cuando Roark abandonó el lápiz.
—No puedo ayudarte en eso. Si tiene que ser clásica, es preciso que sea un buen clásico al menos. No necesitas poner tres pilares donde basta con uno. Y quita esos pajarracos de la puerta; es demasiado.
Keating le sonrió con agradecimiento cuando se fue con los dibujos debajo del brazo. Bajó la escalera herido y enojado. Trabajó durante tres días haciendo nuevos planos de acuerdo con los bosquejos de Roark y una nueva y más simple elevación, y presentó su casa a Françon con un gesto orgulloso y que parecía un floreo.
—Bien —dijo Françon, estudiándolo—, bien...; digo... ¡Qué imaginación tiene, Peter! Me sorprende... Es un poco atrevido, pero me sorprende. —Tosió y agregó—: Es exactamente lo que tenía en mi cabeza.
—Naturalmente —agregó Keating—. Estudié sus construcciones y traté de pensar lo que usted hubiese hecho, y si está bien es porque sé cómo captar sus ideas.
Françon se sonrió, y Keating pensó al punto que Françon no creía realmente en eso y sabía que Keating no lo creía, y, sin embargo, ambos se alegraron, unidos más estrechamente por un método común y un común delito.
Cameron tenía sobre la mesa una carta en la que le informaba que, después de una consideración muy seria, el directorio de la "Security Trust Company" lamentaba no haber podido aceptar sus planos para el edificio de la nueva sucursal de la compañía en Astoria, y que la obra había sido adjudicada a la firma "Gould y Pettingill". Junto con la carta había llegado un cheque en concepto de pago por los proyectos preliminares, conforme se había convenido. La suma no era suficiente para cubrir los gastos que habían originado aquellos proyectos.
La carta estaba sobre la mesa. Cameron estaba sentado delante de ella, echado hacia atrás, sin tocar la mesa, las manos juntas en el regazo, el dorso de una mano sobre la palma de la otra, los dedos unidos. Era solamente un pedazo de papel, pero él estaba inmóvil frente a ella, porque le parecía una cosa sobrenatural que, como el radium, enviaría rayos mortales si él se movía.
Durante tres meses había esperado el encargo de la "Security Trust Company".
Una tras otra, todas las oportunidades que se le habían presentado a raros intervalos en los dos últimos años se habían desvanecido; aparecían como vagas promesas y se desvanecían en forma de firmes rechazos. Uno de los dibujantes había tenido que ser suprimido hacía tiempo. El dueño de la casa reclamaba el alquiler, cortésmente al principio, más tarde con sequedad y después ruda y descaradamente. Pero nadie en la oficina se había preocupado mucho por los atrasos en los sueldos: existía el encargo de la "Security Trust Company. El vicepresidente, que le había pedido a Cameron que presentase sus proyectos, le había dicho: "Sé que algunos de los directores no serán de la misma opinión, pero siga adelante, Cameron. Aproveche esta oportunidad; yo lucharé por usted."
Cameron no se durmió. Él y Roark trabajaron sin descanso para tener listos los planos con tiempo, antes de tiempo, antes que "Gould y Pettingill" presentasen los suyos.
Pettingill era sobrino de la esposa del presidente del Banco y una famosa autoridad en materia ruinas de Pompeya. El presidente del Banco era ardiente admirador de Julio César, y una vez, cuando estuvo en Roma, se había pasado una hora y cuarto examinando con reverencia el Coliseo.
Cameron y Roark habían vivido en la oficina, con una cafetera de café negro, mañana, tarde y noche durante días, y Cameron pensaba involuntariamente en la cuenta de la luz, pero trataba de olvidarlo. Las luces ardían en la sala de dibujo en las primeras horas del amanecer cuando enviaba a Roark a buscar bocadillos, y Roark se encontraba con una mañana grisácea cuando todavía era de noche en la oficina, pues las ventanas daban frente a una alta pared de ladrillos.
El último día, Roark mandó a Cameron a su casa después de medianoche, porque sus manos temblaban y sus rodillas buscaban el alto taburete de dibujo para apoyarse. Roark lo llevó a un taxi, y a la luz de un foco de la calle, Cameron pudo ver el rostro desencajado del muchacho, cuyos ojos se mantenían abiertos sólo por el esfuerzo que hacía. A la mañana siguiente, Cameron entró en la sala de dibujo y encontró la cafetera en el suelo, junto a un charco negro; la mano de Roark, con la palma vuelta y los dedos a medio cerrar, en el charco; el cuerpo de Roark estaba tendido en el suelo con la cabeza echada hacia atrás. Estaba profundamente dormido. Sobre la mesa, Cameron vio los planos terminados.
Miró la carta que estaba sobre la mesa. Lo malo era que no podía pensar en aquellas noches que había pasado, no podía pensar en el edificio que debía haberse erigido en Astoria y en el que ahora tomaría su lugar. Pensaba solamente en la cuenta impagada de la compañía de electricidad...
En los dos últimos años, Cameron solía desaparecer de la oficina durante semanas, y Roark no lo podía encontrar en su casa. Sabía lo que ocurría, y lo único que podía hacer era esperar que Cameron volviese sano y salvo. Cameron había perdido hasta la vergüenza en su agonía, y llegaba a la oficina tambaleante, sin reconocer a nadie, descaradamente borracho y haciendo alarde de ello en el único lugar del mundo que siempre había respetado.
Roark aprendió a enfrentarse con su propio casero con la simple respuesta de que no podía pagarle hasta la semana siguiente. El propietario le temía y no volvió a insistir.
Peter Keating había oído algo de esto, pues que siempre oía algo de las cosas que deseaba saber, Fue una noche a la helada habitación de Roark y se sentó sin quitarse el abrigo. Sacó de su cartera cinco billetes de diez dólares y se los entregó a Roark.
—Los necesitas, Roark; sé que los necesitas —le dijo—. No empieces a protestar ahora; puedes devolvérmelos cuando quieras.
Roark lo miró sorprendido, tomó el dinero y dijo: —Sí, los necesito. Gracias, Peter. Entonces, Keating agregó:
—¿Qué diablos están haciendo, perdiendo el tiempo con el viejo Cameron? ¿Qué necesidad tienes de vivir de esta forma? Déjalo y vente con nosotros. No tengo más que hablar. Françon estará encantado. Empezarás con sesenta por semana.
Roark sacó el dinero del bolsillo y se lo devolvió. —No quise ofenderte. —Yo tampoco. —Pero, por favor, Howard, acéptalos de cualquier modo. —Buenas noches, Peter.
Roark estaba pensando en eso cuando Cameron entró en la sala de dibujo con la carta de la "Security Trust Company" en la mano. Le entregó la carta a Roark, sin decirle nada, y se volvió a la oficina. Roark leyó la carta y lo siguió. Siempre que perdían algún trabajo, sabía que Cameron necesitaba verlo allí para hablar de otras cosas y buscar el apoyo en la confianza que su presencia implicaba.
Sobre la mesa de Cameron vio un ejemplar del New York Banner. Era el diario más importante de la gran cadena "Wynand". Era un diario que hubiera esperado encontrar en una cocina, en una peluquería, en una sala de recibo de tercera clase, en el subterráneo, en cualquier parte menos en el estudio de Cameron.
Cameron advirtió cómo lo miraba, y se sonrió burlonamente.
—Lo compré esta mañana, cuando venía para aquí. Es curioso, ¿no es cierto? Nunca lo hubiera conocido si no hubiésemos recibido esa carta hoy. Y, sin embargo, parece que esta carta y el diario son cosas que están de acuerdo. No sé por qué lo compré. Supongo que por un sentido simbólico. Mírelo, Howard, es interesante.
Roark le echó una ojeada. La primera página tenía una fotografía de una madre soltera, con gruesos labios pintados, que había matado a su amante. El retrato encabezaba la primera parte de la autobiografía y un relato detallado del juicio. Las otras páginas traían una cruzada contra las compañías de servicios públicos, un horóscopo diario, extractos de sermones, recetas para recién casadas, retratos de muchachas con hermosas piernas, consejos para retener al marido, un concurso de niños, un poema donde se proclamaba que saber fregar platos era más noble que escribir una sinfonía, un artículo que demostraba que una santa mujer que ha dado a luz un niño era automáticamente una santa.
—Ésa es la contestación. Ésa es la contestación que nos dan a usted y a mí. Eso existe y eso gusta. ¿Puede luchar contra eso? ¿Tiene palabras que puedan ser oídas y comprendidas por quienes leen esto? No nos deberían haber enviado la carta; nos deberían haber enviado un ejemplar del Banner de Wynand. Sería mucho más simple y más claro. ¿Sabe que en pocos años ese increíble bastardo de Gail Wynand gobernará al mundo? Será un mundo hermoso. Y tal vez tenga razón.
Cameron tomó el diario extendido, pesándolo en la palma de la mano.
—Dele a ellos lo que quieren y permítales que en retribución le adoren y le laman los pies..., o ¿qué? ¿Qué valor tiene? Solamente que no importa, nada importa, ni siquiera esto me importa... —Después miró a Roark, y agregó—: Si solamente pudiera seguir hasta que usted haya comenzado por su propia cuenta, Howard...
—No hable de eso.
—Quiero hablar de eso. Es gracioso, Howard; la próxima primavera hará tres años que está aquí. Parece mucho más, ¿no es cierto? Bien, ¿acaso le he enseñado algo? Le diré: le he enseñado mucho y nada. Nadie le puede enseñar nada a usted. Nadie puede ir a su esencia, a su fuente, a enseñarle. Lo que hace le pertenece; no es mío. Yo sólo puedo enseñarle a hacerlo mejor, puedo darle medios; pero el objeto, el objeto es suyo, solamente suyo. Usted no será pobre discípulo que haga cositas anémicas en antiguo estilo jacobino o en moderno estilo Cameron. Usted será... ¡Si solamente pudiese vivir para verlo!
—Vivirá para verlo. Y bien lo sabe.
Cameron se quedó mirando las desnudas paredes de su oficina, los blancos montones de cuentas sobre su mesa, la lluvia de hollín que goteaba lentamente en las ventanas.
—No tengo respuestas que darle, Howard. Lo dejaré a usted para que los convenza. Usted les contestará. A todos: a los diarios de Wynand y a lo que hace posible los diarios de Wynand y a lo que está detrás de eso. Es una extraña misión la que le encargo. No sé cuál será nuestra contestación. Sé solamente que hay una respuesta y que usted la tiene, que usted es la respuesta, Howard, y algún día encontrará las palabras que la expresen.

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