CAPITULO XIII

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Lucio N. Heyer se negó tercamente a morir. Recobrado del ataque, volvió a la oficina, sin hacer caso de las objeciones de su médico ni de las solícitas protestas de Guy Françon. Éste le ofreció comprarle su parte, mientras sus ojos pálidos y acuosos estaban obstinadamente perdidos, pero Heyer no quiso. Iba a la oficina cada dos o tres días y leía la correspondencia, de acuerdo con la costumbre.
Se asombraba confusamente de que ya no le presentaran los clientes importantes, de que no le mostrasen los bocetos de los nuevos edificios hasta que estaban ya medio construidos. Si mencionaba esto, Françon protestaba: "Pero, Lucio, cómo se lo iba a mostrar, tal como está usted. Cualquier otro hombre ya se hubiera retirado hace tiempo."
Françon le confundía suavemente; Peter Keating le contrariaba. Keating se molestaba en saludarle sólo cuando se encontraban, y lo hacía como si se hubiese olvidado. Le abandonaba en medio de una frase. Cuando Heyer daba la más mínima orden a alguno de los dibujantes y ésta no se cumplía, los dibujantes le informaban de que habían recibido una contraorden del señor Keating. Heyer no podía comprender esto. Recordaba en Keating al muchacho modesto que había hablado con él tan bien acerca de las porcelanas antiguas. Al principio excusó a Keating, después trató de ablandarle, humilde y torpemente; al fin, sintió un irrazonable temor ante él. Se quejó a Françon. Le dijo con petulancia, asumiendo una autoridad que nunca había ejercido: "Su protegido, ese Keating, se está poniendo imposible. Es descortés conmigo. Tendría que librarse de él." "Mire, Lucio -le dijo Françon secamente-, ¿Por qué cree que le dije que se retirara? Se está destrozando los nervios y empieza a imaginar cosas que no existen."
Después llegó el concurso del edificio "Cosmo- Slotnick".
La empresa cinematográfica "Cosmo-Slotnick", de Hollywood (California), había decidido levantar un rascacielos en Nueva York, que tuviese un cine y cuarenta pisos para oficinas. Se había anunciado un concurso para la elección de arquitecto, hacía ya un año. Se manifestaba que la "Cosmo-Slotnick" no se dedicaba solamente al arte cinematográfico, sino que se interesaba por todas las artes, dado que todas ellas contribuían a la creación de los films, y siendo la arquitectura una rama de la estética, la "Cosmo- Slotnick" haría lo más posible por ella.
Con las últimas informaciones acerca de la distribución de Me agarraré a un marinero y la proyección de Esposas en venta, se hicieron alusiones al Partenón y al Panteón. La señorita Sally fue fotografiada en la escalinata de la catedral de Reims, en traje de baño, y Pratt Purcell concedió una entrevista en la cual manifestó que, si no hubiese sido actor de cine, le habría gustado ser arquitecto.
Ralston Holcombe, Guy Françon y Gordon Prescott fueron citados al hablar del porvenir de la arquitectura norteamericana en un artículo que escribió la señorita Williams, la cual, en una imaginaria entrevista, relataba lo que Christopher Wren hubiera dicho del cine. En los suplementos del domingo había fotografías de las estrellas de la "Cosmo-Slotnick" en shorts y suéters con una regla T y reglas de cálculo en la mano delante de tableros de dibujar que llevaban la leyenda: "Edificio Cosmo-Slotnick" sobre un inmenso signo de interrogación.
El concurso fue abierto para los arquitectos de todos los países; el edificio se levantaría en Broadway y costaría diez millones de dólares; debía simbolizar el genio de la técnica moderna y el espíritu del pueblo norteamericano, y se anunció de antemano que sería "el edificio más hermoso del mundo".
El jurado lo componían el señor Shupe, que representaba a la "Cosmo"; el señor Slotnick, que representaba a "Slotnick"; el profesor Peterkin, del Instituto de Tecnología de Stanton; el alcalde de la ciudad de Nueva York; Ralston Holcombe, presidente de la CAA, y Ellsworth Toohey.
-¡Hágalo, Peter! -le dijo Françon a Keating con entusiasmo-. Haga lo mejor que pueda. Dé todo lo que pueda de sí. Ésta es su gran oportunidad. Si gana el concurso, será conocido en todo el mundo. Y haremos esto: en la presentación pondremos su nombre junto con los de la firma. Si ganamos, usted recibirá la quinta parte del premio. El premio mayor es de sesenta mil dólares.
-Heyer se opondrá -dijo Keating con precaución. -¡Que se oponga! Por eso lo hago. Debería terminar de una vez; sería lo más honroso que podría hacer. Y yo..., bueno, cuánto lo siento, Peter. Pienso en usted como si ya fuera mí socio. Es una deuda que tengo con usted. Bien se lo ha ganado. Esto puede ser la llave para serlo.
Keating rehizo cinco veces su proyecto. Lo odiaba. Odiaba cada viga del edificio aun antes de dibujarla. Trabajaba con las manos trémulas. No pensaba en el proyecto que tenía entre manos; pensaba en todos los competidores que podían ganar el concurso y ser proclamados superiores a él. Deseaba saber lo que hacían otros, cómo resolvían los problemas y de qué manera lo iban a aventajar. Tenía que vencer a aquel hombre; no le interesaba ninguna otra cosa más. Peter Keating no existía, sino una cámara de succión, una especie de planta tropical de la cual había oído hablar, una planta que atraía a los insectos por medio del vacío, y los exprimía hasta adquirir su propia sustancia.
Sintió una inmensa incertidumbre cuando estuvieron listos los bocetos y la delicada perspectiva de un blanco edificio de mármol estuvo terminada prolijamente delante de él. Parecía un palacio del Renacimiento hecho de caucho, estirado para que tuviese la altura de los cuarenta pisos. Eligió el estilo Renacimiento porque sabía, por una ley no escrita, que a todos los jurados les gustaban las columnas, y recordaba que Ralston Holcombe era uno de los jurados. Había copiado algo de todos los palacios italianos favoritos de Ralston Holcombe. Le parecía bueno..., podía estar bien..., no estaba seguro. No tenía a quién consultar.
Sintió estas palabras en su propia mente y le invadió una ola de ciego furor. Al principio no supo la causa,
pero pronto se dio cuenta de que era porque había alguien a quien podía consultar. No necesitaba mencionar el nombre; no iría a verlo, la rabia le subía al rostro. Se dio cuenta de que iría.
Dio libertad a su pensamiento. No iría a ninguna parte. Cuando llegó el momento, ordenó los dibujos en una cartera y se fue a la oficina de Roark.
Lo encontró solo, en la amplia habitación, donde no había ningún signo de actividad.
-¡Hola, Howard! -dijo vivamente-. ¿Cómo estás? ¿Te interrumpo?
-¡Hola, Peter! No me interrumpes. -¿No estás ocupado? -No.
-¿Tienes inconveniente en que me siente algunos minutos? -Siéntate. -Has hecho un gran trabajo, Howard. Vi la tienda de Fargo. Es espléndida. Te felicito. -Gracias.
-Marchas firmemente hacia delante, ¿no? Ya has tenido tres trabajos... -Cuatro. -¡Oh, sí, cuatro, es cierto! Muy bien. Oí decir que habías tenido un pequeño tropiezo con los Sanborn. -Sí.
-Bueno, no todo ha de realizarse como en un mar de aceite, se comprende... ¿No tienes nuevos trabajos desde entonces? ¿Nada? -No, nada. -Bueno, ya vendrán. Yo siempre digo que los arquitectos no deberían hacerse la guerra entre sí. Hay abundancia de trabajo para todos. Debemos fomentar un espíritu de unidad y de cooperación profesional. Por ejemplo, este concurso. ¿Ya te has presentado?
-¿Qué concurso?
-¿Cómo? El "concurso"... El concurso de la "Cosmo-Slotnick"...
-No me he presentado.
-¿Qué? ¿No... te has presentado? -No. -¿Por qué? -Porque no participo en concursos. -Pero ¿por qué, por el amor de Dios? -Vamos, Peter. No has venido a discutir esto. -Pensaba, en realidad, mostrarte el trabajo que voy a presentar. Comprenderás que no te pido que me ayudes, quiero conocer solamente tu reacción, tu opinión general, nada más.
Se apresuró a abrir la cartera.
Roark estudió los bocetos. Keating le preguntó: -¿Está bien? ¿Está todo bien?
-No, esto es una calamidad y tú lo sabes.
Después, durante horas, mientras Keating observaba y el cielo se oscurecía y se encendían luces en las ventanas de la ciudad, Roark habló, explicó, trazó líneas en los planos, desenredó el laberinto de las salidas del teatro, cortó ventanas, desenmarañó vestíbulos, hizo pedazos arcos innecesarios, puso en orden escaleras. Keating balbuceó una vez:
-¡Jesús, Howard! ¿Por qué no participas en el concurso si puedes hacer una cosa semejante?
Roark replicó:
-Porque no puedo. No podría aunque lo intentase. Me aburre; no me interesa. No les puedo dar lo que quieren. Pero puedo poner en orden el revoltijo condenado de alguno, cuando lo veo.
Era ya de día cuando puso a un lado los planos. Keating murmuró: -¿Y la altura? -¡Al diablo la altura! No quiero mirar tus condenadas alturas de estilo Renacimiento.
Pero miró y no pudo impedir que su mano cortara líneas de perspectiva.
-¡Listo! Al diablo, dales un buen Renacimiento, si tienes y si hay tal cosa. Sólo lo puedo hacer para ti. Calcúlalo tú mismo. Algo como esto, más simple, Peter, más simple, más directo, tan honesto como se puede hacer una cosa deshonesta. Ahora vete a tu casa y trata de organizar algo de acuerdo con esto.
Keating volvió a su casa. Copió los planos de Roark. Los efectuó de acuerdo con el bosquejo apresurado de Roark, pero con una perspectiva prolija, terminada. Una vez que los dibujos estuvieron empaquetados, los dirigió en forma adecuada a:

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