2. LAS PALABRAS ESCONDIDAS

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Fue Consciente de su torpeza, de lo que acababa de hacer, cuando el carruaje se perdió a lo lejos, en dirección a las afueras del pueblo. Allí se alzaban, ocultas entre los árboles, las villas más nobles, los viejos palacios y las residencias que solían alquilar para pasar el verano los visitantes más distinguidos de la localidad.

- ¡Mi amo! –gritó volviendo a la realidad.

Y recuperó a duras penas el hilo de su vida.

Un sudor frío cubrió de pronto su cuerpo, allí donde unos segundos antes hubo tanto, tantísimo calor.

- Me va a matar... –gimió expulsando una bocanada de aire

Echó a correr como alma que lleva el diablo, mientras su mente hilvanaba la mentira más convincente, la más difícil de comprobar. Sus pies apenas si tocaban el empedrado de las calles, allí donde lo había, o la tierra aplastada por las pisadas allí donde el progreso o el dinero del ayuntamiento todavía no habían llegado. Conocía el pueblo como la palma de su mano por haberlo recorrido muchas veces con su amo, así que atajó por los vericuetos más insospechados: saltó el muro de la casa del señor Pancracio y atravesó el patio de la señora Casparina. El primero no le vio, la mujer sí.

- ¡Eliseo! ¡Maldita sea tu sombra, gañán de los demonios! ¡Como vuelvas a cruzar por mi patio te despellejo vivo! ¿Quieres que mis gallinas mueran de un susto?

Siguió corriendo.

Tres calles, dos.

La mentira ya formaba una verdad en su mente.

Intentó dejar de pensar en la muchacha y en aquella página de su libro que le ardía en el bolsillo, para concentrarse en lo que se le venía encima.

La casa del doctor Quijano era la última de la calle, partiendo de la placita del Milagro. Se decía que allí, en tiempos inmemoriales, un rayo había caído del cielo sobre una mujer sin causarle ningún rasguño, chamuscando ligeramente su abundante cabellera.

Por ser domingo, apenas si se veía alguien fuera del amparo de su morada o de las cuatro paredes que los cobijasen. La vieja señora Narcisa, en cambio, sí guardaba la vela a la puerta de su humilde casa, sentada como siempre en una silla mientras hacía encaje de bolillos.

- Tú siempre corriendo, tú siempre corriendo – rezongó al verle pasar–. Tarde o temprano tendrás mi edad no hace falta que corras tanto.

Le tenía cariño y era su forma de demostrárselo.

De hecho medio pueblo se lo tenía.

Todos salvo su amo.

- ¡Te voy a desmoldar! –Le amenazó nada más apareces ante él, con un dedo imperioso que temblaba al apuntarle–. ¡Una hora! ¡Una hora para un mandado de diez minutos! ¿Se puede saber dónde te has metido condenado?

- Señor, lo siento pero...

- ¡Habla!

- ¡Si no me dejáis!

- ¿Encima descortés con la mano que te da de comer tan generosamente? ¡Dame tus razones, aunque no sé siquiera si vale la pena escucharlas o es mejor que te dé directamente la paliza que mereces!

La fusta estaba en un rincón. Los dos miraron directamente hacia ella.

- Decís que debo ser amable con las personas que nos visitan ¿no es cierto?

- ¿Qué tiene que ver...?

- Decís que gracias a ellas el pueblo prospera, y que la bendición de estas aguas va a conseguir que acudan a nuestras tierras los más ilustres prohombres de los alrededores, y hasta más y más lejos.

HISTORIA DE UN SEGUNDO - Jordi Sierra i FabraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora