Me ahogo.
Me ahogo en las lágrimas que no derramo.
A veces incluso me ahogo más en las que derramo. Pero la mayoría no, debo admitir mi normalidad. Debo admitir el daño en la garganta al intentar que no salgan. Al intentar ocultar todo lo que siento tras la falsa sonrisa.
La sonrisa de humo.
La sonrisa cómplice, la de "uy sí, qué bien va todo".
"No te sientes importante". Pues sí, es lo más acertado que me han dicho últimamente. No me siento importante para nada. Me veo prescindible. Por todo y para todos.
No me siento nadie. No, más bien es diferente. Me siento Nadie.
Soy ese Nadie al que no ven. Soy ese Nadie del que no se nota su presencia, ni tampoco su ausencia.
Soy ese Nadie que no tiene importancia. Soy esa persona que llama, pero no era.
La sombra que perseguimos en la calle. La sombra de lo que era. La sombra de lo que podría haber sido. Sí, esa soy yo. Ya ni siquiera soy Nadie.
Ahora soy la Sombra de Nadie.
Y nadie quiere a las sombras. Y supongo que tampoco Nadie.
Nos enseñan que a las sombras hay que borrarlas. Que lo bueno es la luz, la claridad. Que tenemos que ser personas de Bien, y no de Mal. Porque en el Mal están las sombras.
¿Por qué, entonces, he aprendido al revés?
Se supone que aprender era lo único para lo que valía. Ahora ya ni sé.
No sé hacer nada.
Me limito a existir. Y, más tarde, a seguir existiendo.
Las sombras no tienen percepción del tiempo.
Las sombras son eternas, y eso me da miedo.
Porque no quiero ser eterna. Quiero que mi sombra termine, porque vivir infinitamente en la oscuridad me aterra. Me aterra ser Nadie por el resto de mi vida.
Me gustaría volver a ser alguien, quizás alguien diferente a lo que era. Pero alguien.
Ojalá pudiera ser Alguien y no Nadie.
Ojalá pudiera dejar de ser Nadie para ser, de nuevo, Alguien.